Lo extraño, lo anómalo, lo que no sigue la regla es, por definición, inquietante. Está en su ser el desestabilizar y el hacer dudar hasta el mismo miedo. Pero, a su vez, es una puerta abierta a la correcta comprensión de lo bello. La belleza surge cuando lo corriente, lo dado, es sorprendido por lo impredecible, lo extraordinario, lo único. Y lo anómalo. Avelina Prat es sin duda la más brillante y hasta necesaria anomalía de eso que el tiempo ha dado en llamar cine español. Llegó al largometraje tras pasar primero por la arquitectura y después de una larga carrera en el cine como script, es decir, como notaria de los saltos de raccord, de los despistes de los actores y como advertencia incluso para directores con ínfulas. Uno quiere creer que de la correcta comprensión de los espacios y los volúmenes como arquitecta y de la precisión y gusto por las plantillas de Excel como script, surgió la directora que es.
Su primera película, Vasil, hablaba de la amistad de dos hombres que encuentran en su despiste mutuo el camino que no buscaban. Uno era búlgaro y el otro no. Ahora, en Una quinta portuguesa, se cuenta la historia de otro hombre (siempre hombres) que un buen día se pierde. Como los de antes, pero de otro modo. De repente, sin que medie explicación ni aviso, su mujer se va, le abandona. Pero no lo hace por resentimiento, desamor o nada parecido al odio. Simplemente se va a la Serbia de la que procede y donde nació. Y eso duele no tanto de dolor como de incomprensión, que duele más. Y así hasta que un día, pura casualidad, consigue hacerse pasar por otro hombre y se inventa una nueva vida en Portugal, en una finca de almendros junto a la tristeza de un personaje al que da vida Maria de Medeiros. Nuestro héroe era profesor de Geografía amante de los mapas y ahora será jardinero anclado al territorio. El mapa y el territorio, la representación y la realidad. Bonita reflexión.
De nuevo, como en su primer trabajo, la directora sorprende por su fidelidad a los gestos pautados, a las frases apenas susurradas y a los movimientos de cámara geométricos, pero con alma. El suyo se antoja un cine con piel que disfrutaba de las caricias. Suena lírico, quizá cursi, y en verdad, es extremadamente próximo, cercano, maduro, humano. Demasiado humano. Y eso, dado el panorama de una cinematografía española permanentemente enfurecida y exultantemente joven, es raro. Y bello. Mucho.
Lo que sigue, de la mano de un Manolo Solo descomunal (es decir, de un Manolo Solo como siempre), es el relato meticuloso y profundo de un camino de vuelta; un camino de regreso sin que quede claro nunca desde dónde y tampoco adónde. Lo que importa es, por así decirlo, el camino mismo, la sensación no tanto de búsqueda como de encuentro, que en verdad es reencuentro. Prat hace de su cine una declaración de principios a favor de algo así como la geometría emocional, el rigor de las sensaciones. Es cine emotivo en su sencillez, claro en su dicción, profundo en su dialogar profundo, feliz en su anómala y muy honda melancolía. La belleza surge de la sorpresa ante lo impredecible de puro y profundo cotidiano. Raro sin duda. Y bello.
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Dirección: Avelina Prat. Intérpretes: Manolo Solo, María de Medeiros, Branka Katic, Ivan Barnev. Duración: 114 minutos. Nacionalidad: España.