Tom Tykwer inaugura la Berlinale y se estrellan los dos, él y la Berlinale, en su inabarcable ambición

La ambición tiene mala prensa. De siempre. Lady Macbeth echaba en cara a su marido, el señor Macbeth, que su probada y reconocida ambición no fuera acompañada con una punta de maldad. La buena mujer daba por hecho que la gloria por la senda de la virtud no funciona. Platón, por ejemplo y en el mismo sentido, estaba convencido de que tanto la philotimia (amor por el honor) como la philonikia (amor por la victoria) son dañinas en igual manera tanto para el individuo como para el Estado. Las complicaciones y villanías de una y otra, como los dos modos a que se entrega la pasión de la que hablamos, son mucho mayores, mantenía el filósofo, que la simple avaricia, pues no solo se trata de acumular riqueza sino de hacerlo por encima de los demás con un deseo por definición siempre insatisfecho. Hay un elemento de humillación del otro que la hace no mala sino aún peor. Tom Tykwer no está de acuerdo. Y la verdad es que el director berlinés que ha tenido a bien inaugurar la Berlinale este jueves y al que siempre se le recuerda a modo de condena su deslumbrante película de 1998 Corre, Lola, Corre tiene razón.

Das Licht (The Light en inglés y La luz en castellano) es de principio a fin, desde el primer segundo al último que se proyecta sobre la pantalla dos horas y media después, una película ambiciosa. Más ambiciosa incluso que la propia ambición. Y eso está bien. Aspira a contarlo todo, o casi, sobre el mundo que nos ha tocado a vivir, así en general y, más concretamente, sobre el mundo que les ha tocado vivir a los alemanes y a nosotros los europeos a una semana de que el partido heredero de los nazis del Holocausto se convierta en el segundo más votado. Su protagonista Lars Eidinger lo intentó resumir en la rueda de prensa de manera gráfica: «Vivimos en tiempos de narcisismo y, obviamente, estamos siendo gobernados por personas -las personas más poderosas del mundo- que claramente tienen un trastorno de personalidad narcisista». Pausa. «Un narcisista es incapaz de amarse a sí mismo porque no es capaz de reconocer a los demás ni reconocerse a sí mismo, por lo que tiene que ser un extraño para sí mismo… Ésta es la declaración central de la película: si logramos ser lo suficientemente valientes para mostrar quiénes somos y permitir que los demás se reconozcan a sí mismos, entonces realmente podemos cambiar el mundo». De por medio citó a Bertolt Brecht dos veces. Tykwer que estaba al lado no sabía muy bien si aplaudir al que mejor ha interpretado su trabajo o cortarse las venas abrumado por la responsabilidad de lo que ha hecho. Él quizá creía haber dirigido una película, pero no, a juzgar por su actor, ha hecho El Todo. No todo, sino el todo.

Y, en efecto, ese es el gran problema de La luz, que se ahoga literalmente en su desmedida ambición. Pero sería injusto culpar precisamente a la ambición. Toda obra que se quiera importante, en contra de Platón si es preciso, ha de ser por fuerza ambiciosa. Y más ahora. El problema del trabajo del director alemán que ha pasado los últimos cuatro años dedicado a la serie Babylon Berlin es que su «declaración política radical» (así llamó a su obra) se ve arrasada y arrastrada por las buenas intenciones sin que en ningún momento acierte a dar sentido y forma al cúmulo de ideas que presenta. Tykwer aspira a convertir la ciudad de Berlín en el escenario casi mítico, a la vez realista, lírico y mágico, del abismo que pisamos. Digamos que la ciudad tiene ya una larga experiencia en catástrofes. Y lo hace de la mano de una fábula que no teme a mezclar el musical con el melodrama sin renunciar a lo fantástico. Poco que objetar al deseo del todo.

Se cuenta la historia de una familia (familia Engels para más señas y por aquello de dar pistas) que el lugar común ha dado en llamar disfuncional («Disfuncionales son las máquinas, no las personas», dijo el director). La madre se dedica a la cooperación internacional y pelea por construir un teatro en África. El padre es publicista y elabora sorpendentes campañas que, en verdad, se limitan a hacer explícita la moraleja de la propia película en un giro metanarrativo algo desconcertante (cuando no solo triste y didáctico). Y luego están los hijos, dos adolescentes y otro de un matrimonio anterior de ella más pequeño. Uno vive en su propio mundo virtual ajeno a todo; la otra, en su universo de estupefacientes, y el tercero, el más joven, canta canciones de Queen (tal cual).

Un buen día, tras la muerte fulminante de la mujer que atiende y cuida la casa, llegará a sustituirla una especie de maga, intrusa y criada (las tres cosas) que lo cambiará todo. Es inmmigrante siria y el trauma que la habita acaba por ser el catalizador de este caos al borde del precipicio. No quiere ser un remake de Teorema, de Pasolini, pero, por accidente tal vez, bien podría serlo. El título de la película, por cierto, viene a cuento de un aparato propiedad de la mujer de nombre Farrah y a la que da vida la actriz Tala Al Deen. El artefacto emite una luz intermitente e hipnótica (La Luz, en mayúsuculas) que, se supone, modifica el modo de entender y ver el mundo. ¿Metáfora del propio cine? ¿Acaso un juego con la Ilustración de toda la vida, de toda la vida moderna? Apostamos a que sí a las dos casillas.

Tykwer, decíamos, no ahorra ni miedos ni medios. Todo está ahí. El actor habla del narcisismo que nos puede (nacisismo progresista, sería el título completo de la enfermedad) y, en efecto, en clara sintonía con las últimas declaraciones de la propia directora de la Berlinale, se diría que la película aspira a proponer un manifiesto sobre la empatía universal que, como una tormenta de luz, acabe con la polarización que nos invade. Más allá de las dudas que genera tanta equidistancia de pie forzado, el problema es la poca sutileza, la pomposidad incluso, con la que avanza la película dejando de lado completamente lo que bien podría haberla salvado: el humor. Ni un gramo. Toda Das Licht vive encadenada al peso de sus gestos mayúsculos, al rigor de sus modales excesivos, a la necesidad de sorprender (o, mejor, abrumar) a cada paso que da. Desde las reconstrucciones de los mundos virtuales a los algo desafortunados números de baile pasando por el impresionante y dramático final, la película no termina de encontrar el tono ni la distancia siempre condenada a estar a la altura de, en efecto, una ambición inalcanzable.

Dice Lars Eidinger que la película, su película, expone «por qué el mundo está al borde del abismo». Y quizá tenga razón, pero no por los motivos que él mismo presenta. El desajuste entre intenciones y realidades también es un problema abisal y muy moderno.