Un anuncio triple revoluciona la diplomacia mundial en las últimas horas: Francia va a reconocer la plena legitimidad del Estado de Palestina, Reino Unido se plantea hacer lo propio si Israel no acata ciertas condiciones y lo mismo hará Canadá, tras arrancar compromisos a la Autoridad Nacional Palestina (ANP). Todos lo harán en septiembre, en el marco de la sesión anual de la Asamblea General de las Naciones Unidas, en Nueva York (Estados Unidos). Es un paso que ya han dado 147 países del planeta (11 de ellos europeos) pero que, sin desmerecer al resto, es distinto. Porque por historia, posición, dinero y armas, Francia, Reino Unido y Canadá pesan, influyen y arrastran.
El presidente francés, Emmanuel Macron, fue el primero en anunciar su decisión el pasado 24 de julio y con ella esperaba presionar a sus aliados europeos, especialmente a Reino Unido, Alemania e Italia, para que adopten una postura similar y revivan la solución de dos Estados, uno israelí y uno palestino, en vecindad pacífica y con idénticos derechos. Es lo que se reclamaba siempre en el proceso negociador entre las partes, completamente bloqueado desde 2014.
La medida, largamente esperada por la Autoridad Nacional Palestina (ANP), está generando una oleada de reacciones, del aplauso a la crítica, incomparable con la que causó España en mayo de 2024 cuando hizo lo propio, por las consecuencias que puede tener. El liberal sabía que habría terremoto, pero dejó claros sus argumentos en una carta enviada al presidente palestino, Mahmud Abbas: «Francia se movilizará a favor de la implementación de la solución de dos Estados, Israel y Palestina, que convivan en paz y seguridad». «Esta solución es el único camino a seguir que nos permite responder a las aspiraciones legítimas de los israelíes y los palestinos», añadió en un mensaje en X que repitió en inglés, árabe y hebreo.
Este lunes y martes, además, ese mensaje se ha visto afianzado en una cumbre especial patrocinada por Francia y Arabia Saudí en la central de la ONU, en la que el ministro francés de Exteriores, Jean-Noël Barrot, avisó de que la solución de dos estados está «en grave peligro» si no se actúa ya y reclamó a Israel que abandone los proyectos de colonización, que amenazan «la continuidad del futuro Estado de Palestina».
Al calor de este debate, y como bien había calculado El Elíseo, en la tarde del martes, el primer ministro de Reino Unido, Keir Starmer, imitó a su amigo Macron y anunció el reconocimiento del Estado palestino «a menos que el Gobierno israelí tome medidas sustanciales para poner fin a la terrible situación en Gaza, acuerde un alto el fuego y se comprometa con una paz sostenible a largo plazo, reavivando la perspectiva de una solución de dos Estados». El laborista fue solemne al desvelar la noticia, a través de una comparecencia formal.
En la cita de Nueva York, justo después de la declaración de Starmer, David Lammy, su secretario de Asuntos Exteriores, recibió una gran ronda de aplausos cuando anunció la decisión, un acto en el que desestimó la acusación de que la independencia palestina podría ser letal para Israel porque, dijo, «no existe contradicción» entre el apoyo a la seguridad de Israel y el apoyo al Estado palestino. «De hecho, lo cierto es lo contrario», enfatizó.
Anoche fue el turno de Canadá. Su primer ministro, Mark Carney, explicó que su decisión de basa «en el compromiso de la Autoridad Palestina con las reformas tan necesarias, incluyendo los compromisos del presidente (Mahmud) Abbas de reformar profundamente su gobernanza, celebrar elecciones generales en 2026 en las que Hamás no pueda participar, y desmilitarizar el Estado palestino», declaró en un comunicado oficial.
Aunque aún no se han aportado más detalles, lo habitual es que el acto de reconocimiento entre estados implique asumir la soberanía e independencia de Palestina dentro de sus fronteras anteriores a 1967, esto es, en Cisjordania, Gaza y Jerusalén Este -que es lo que plantean las sucesivas resoluciones de Naciones Unidas desde los Acuerdos de Oslo de 1993– y establecer relaciones diplomáticas plenas con el país. Francia tendría entonces una embajada palestina de pleno derecho y los palestinos, una legación con todas las de la ley en suelo galo.
Palestina siempre ha estado arropada por países del llamado Sur Global, pero el reconocimiento por parte de las naciones occidentales se le resistía. El argumento siempre era el mismo: todo el mundo apoya la solución de dos estados pero debe llegarse a ella en la mesa de negociaciones, no por la vía del reconocimiento diplomático unilateral, capital a capital y Ejecutivo a Ejecutivo. Lo que ha cambiado se llama Gaza. Hay quien también lo llama genocidio o crímenes de guerra o de lesa humanidad. Los ataques de Hamás del 7 de octubre de 2023 acabaron con la vida de 1.200 israelíes y con el secuestro de 250 más y Tel Aviv lanzó como respuesta una operación Espadas de Hierro, que este martes ha superado ya los 60.000 muertos.
Macron, Starmer y Carney (además de su antecesor, Justin Trudeau) estuvieron al principio al lado del Gobierno de Benjamin Netanyahu, el primer ministro israelí, apoyando su derecho a la «legítima defensa», a dar una «respuesta proporcional» a la agresión sufrida (la mayor en la historia del estado, parido en 1948) y a recuperar a los rehenes en manos de Hamás. Sin embargo, la evolución de los acontecimientos fue llevando a los dos líderes a exigirle más vigilancia en los llamados daños colaterales y, al fin, a reclamarle la entrada de ayuda humanitaria suficiente, la renuncia a los planes de toma total de la Franja, a los de desplazamiento de palestinos a otros estados (para hacer la famosa Riviera del presidente de Estados Unidos, Donald Trump) y, en resumen, un alto el fuego inmediato. Ya basta.
Hace cuatro meses, la postura de los tres países se recrudeció sensiblemente cuando emitieron un comunicado conjunto en el que amenazaban con sanciones internacionales a Israel si no cesaba la «desproporcionada» ofensiva. «Estamos frontalmente en contra de la ampliación de las operaciones militares de Israel en Gaza. El nivel de sufrimiento humano en Gaza es intolerable (…). Siempre hemos defendido el derecho de Israel a defender a los israelíes frente al terrorismo, pero esta escalada es totalmente desproporcionada», decía el texto.
Desde entonces, los roces París-Tel Aviv se han sucedido uno tras otro, por ejemplo cuando Macron propuso un embargo de armas mientras caigan las bombas y la artillería sobre Gaza. También ha pasado con Londres, que ha denunciado el «injustificable bloqueo» y se ha visto con los israelíes diciéndole que no querría «terroristas» en su frontera y actuaría igual. Y con Ottawa: «frecen un premio enorme por el ataque genocida contra Israel del 7 de octubre, a la vez que invitan a más atrocidades similares», le espetó Netanyahu.
Los más poderosos quieran reconocer el Estado palestino escuece. Francia, Reino Unido y Canadá son los primeros miembros del G7 (el grupo de las siete naciones más poderosas del planeta) en hacerlo y, en el caso de los dos primeros, también estrenan en casillero entre los miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU, con su poder de veto y su peso específico.
Francia, como uno de los padres fundadores de la Unión Europea (UE), su voz tiene un eco considerable no solo en Europa, sino también en el resto del mundo, y más en una zona como Oriente Medio, donde fue una potencia colonial. Pero hay más: cuenta con la mayor población judía de Europa (unos 400.000), así como con la mayor población musulmana de Europa Occidental (entre seis y siete millones). Un detalle de enorme sensibilidad a la hora de abordar el conflicto palestino-israelí, que le aporta una especie de voto de calidad.
Lo mismo ocurre, y más aún, con Reino Unido, porque era la potencia ocupante, colonial, cuando se produjo la partición de la Palestina histórica en el año 1947, la que declaró la creación de dos estados, uno árabe y uno judío, a la par. Son ellos los que están en la raíz del conflicto, porque hicieron dejación de funciones al abandonar el territorio tantos años dominado sin dejar una solución de futuro. Reino Unido arrebató Jerusalén al Imperio Otomano en 1917 entonces firmó la Declaración Balfour, que veía «con buenos ojos el establecimiento en Palestina de un hogar nacional para el pueblo judío».
No obstante, afirmaba: «No se hará nada que pueda perjudicar los derechos civiles y religiosos de las comunidades no judías en Palestina». Ahí está el origen de todo porque llegó 1948 y Londres se fue, dejando atrás la declaración del Estado de Israel y la guerra con los árabes. Hasta hoy.
En el caso de Canadá, la comunidad judía es una minoría significativa, con una larga historia en el país. Se estima que hay alrededor de 392.000 judíos canadienses, lo que representa aproximadamente el 1% de la población total de Canadá. Además, en 2021, había casi 1.8 millones de musulmanes, lo que representa aproximadamente el 4.9% de la población total. Esta cifra ha más que duplicado su proporción desde el año 2001, cuando representaban el 2% del total.
Impugnación y efecto arrastre
La decisión de estos tres países, por todo ello, es mucho más que simbólica y supone una de las más serias impugnaciones políticas hechas hasta ahora a Netanyahu y su gabinete de ultranacionalistas y religiosos, ahora en minoría parlamentaria. También puede empoderar a los moderados de las dos partes, a los políticos alternativos que aún quieren negociar la paz (cada vez menos, en un entorno hiperradicalizado), manteniendo vivo el sueño de una salida negociada, no armada, quizá no mañana, pero sí pasado.
Desde Tel Aviv han tratado de restar importancia al envite, que en la prensa local algunos asesores empezaron a tachar de «populista», «visceral y poco meditada», «fruto del miedo a los musulmanes» o «sin sentido». Aquí no hace falta ir de tapadillo, porque pronto Netanyahu mismo reaccionó diciendo que el Estado palestino es «una plataforma de lanzamiento para aniquilar a Israel, no para convivir en paz con él». «Seamos claros: los palestinos no buscan un Estado junto a Israel, sino un Estado en lugar de Israel», afirmó, sin recordar por ejemplo que acaba de aprobar en la Knesset un voto no vinculante para anexionarse Cisjordania o que tiene ministros defendiendo la vuelta de los colonos a Gaza.
«Establecer un Estado palestino hoy es establecer un Estado de Hamás, un Estado yihadista. Eso no va a suceder (…). «Somos conscientes de que hoy en día hay países en Europa con enormes poblaciones musulmanas. A veces, esto afecta las políticas de sus gobiernos. Pero esto no puede ni debe llevar a Israel al suicidio. No permitiremos un estado terrorista yihadista en el corazón de nuestra tierra ancestral», dijo, a su vez, el ministro de Exteriores israelí, Gideon Saar.
Estados Unidos, el socio leal y más ahora que lo comanda el republicano Trump, ha apoyado a Netanyahu tildando el reconocimiento de «innecesario», «inoportuno» e «improductivo», según palabras del secretario de Estado, Marco Rubio, que también denunció que así se hace el juego a las milicias palestinas. El propio presidente, Donald Trump, fue preguntado el martes en su retorno de Escocia por la decisión del laborista. «Si hacen eso, realmente estarán recompensando a Hamás», señaló, comprando la misma retórica. También dijo, con desdén, que el premier británico en ningún momento le habló de ese reconocimiento, en el encuentro que habían mantenido unas horas antes.
La ministra de Transportes de Reino Unido, Heidi Alexander, dio a todos la réplica más clara posible: «Esto no es una recompensa para Hamás, que es un grupo terrorista que ha cometido atrocidades. Esto va del pueblo palestino. Va de niños que están muriendo de hambre».
Tras esa dureza en las reacciones y esa vinculación sin justificación de París o Londres con el islamismo (la misma que usaron contra el presidente español, Pedro Sánchez, en su momento), hay inquietud. La de ver si la iniciativa logra sumar a otros grandes a su causa, como ha hecho Macron con Starmer y Carney. Otro compañero del G20, Australia, se ha sumado este miércoles al llamado «Llamamiento de Nueva York», expresando su «voluntad» o «condición positiva» para el reconocimiento. En ese documento aparecen también los nombres de Portugal, Andorra, Finlandia, Luxemburgo, Malta, Nueva Zelanda o San Marino, que aún tampoco han optado por tratar como igual a la ANP.
Reino Unido y Francia han lanzado juntos, además, en el llamado E3, un grupo que mantienen con Alemania, una especie de hora de ruta para buscar una salida «negociada» al conflicto palestino-israelí, que incluye un alto el fuego, la entrada de ayuda humanitaria en cantidades suficientes, el retorno de los rehenes, el desarme de Hamás y, al fin, la solución de dos estados. ¿Alemania se sumará al reconocimiento, también, ya que es el que resta del trío? Eso no es de esperar ni en el corto ni en el medio plazo, porque Berlín se encuentra ante su eterno dilema moral por el Holocausto.
Ayudar a Tel Aviv es una cuestión de Estado que supera los colores y las ideologías, como una especie de restitución por lo que hicieron los nazis. No obstante, hay un debate intenso ahora en el país porque las masacres en Gaza ponen sobre la mesa una realidad nunca antes enfrentada (y eso que el problema palestino lleva 80 años acumulando desgracias). El canciller, el conservador Friedrich Merz, se ve forzado a posicionarse pero por ahora lo que hace es pedir un alto el fuego y asistencia médica y alimentaria para los gazatíes.
De ahí al Estado palestino va mucho trecho. El viernes, el portavoz del Gobierno, Stefan Kornelius, declaró a los medios alemanes que siguen considerando el reconocimiento de Palestina como «uno de los últimos pasos en el camino hacia una solución de dos Estados». Dijo que está «dispuesto a aumentar la presión» si no se logran avances en la resolución del conflicto, pero sin dar más detalles. Al contrario que sus colegas del E3, no ha planteado la posibilidad de sanciones, por el mismo lastre del pasado y la shoa.
Con Alemania o Japón o sin ellos, el reconocimiento de Palestina por parte de Francia y Reino Unido envía a Israel la señal de que está pagando un precio político alto entre sus aliados de siempre por sus acciones en Gaza y contrarresta el esfuerzo de Tel Aviv por eliminar la posibilidad de un Estado palestino, una vía que el propio Netanyahu defendía en público en los años en los que tenía que lidiar con Barack Obama en EEUU. Ahí está su esperanzador discurso en la Universidad de Bar Ilan, echo añicos ahora. Washington, con Trump, ha desdeñado la idea por completo, ni a corto ni a largo plazo.
Mientras, la Unión Europea, en tiempos del antiguo jefe de la diplomacia comunitaria, Josep Borrell, lanzó una hoja de ruta con el propósito de lograr una paz debatida con dos estados finales. «¿Qué otras soluciones tienen (los israelíes) en mente? ¿Que vivan todos los palestinos o matarlos?», dijo el catalán en mitad del debate. Hoy de eso no se habla en Bruselas, pero quizá el impulso macronista ayude a recuperar la memoria.
Lo que es improbable es que la medida tenga repercusiones legales, incluso en las relaciones comerciales con Palestina. Sin embargo, esos nuevos lazos podrían utilizarse en procedimientos judiciales en el futuro, en la Corte Penal Internacional (CPI) o en tribunales nacionales, donde este argumento de valización podría ser relevante. Por ahora, hay una orden de arresto internacional de la CPI contra Netanyahu y el que fuera su ministro de Defensa, Yoav Gallant, por presuntos crímenes de guerra, orden en la que aparecen también los nombres de los líderes de Hamás.
Hay un detalle extra, más personalista, en el anunciado reconocimiento de Macron: le quedan dos años en el poder, está severamente criticado internamente y ha perdido puestos en el liderazgo mundial y europeo. Quiere dejar de lado a su atribulado primer ministro, François Bayrou, lidiando con el gigantesco déficit presupuestario de Francia y la controvertida reforma de las jubilaciones. Al avalar a Palestina, más allá de que sea una decisión justa o no justa, se sitúa como punta de lanza a este lado del Atlántico, enfrentándose a un Donald Trump que cada vez da más la espalda a la UE, otro aliado histórico. El acuerdo arancelario del domingo pasado es buen ejemplo de ello.
También hay argumentos internos que explican el paso dado por Starmer: en estos días, había defendido ya la necesidad de buscar «soluciones prácticas» que desencallen la crisis, con la meta en la «paz», pero era poco para parte de su propio partido, progresista. El laborismo está dividido y le reclamaba que hiciera más o, si no, se podría encontrar con propuestas en el Parlamento que no podría esquivar. Así ha cortocircuitado las amenazas. La historia viene de largo: Starmer -casado con una judía, por cierto-, logró el liderazgo de su formación, entre otras cosas, prometiendo barrer todo resto del supuesto antisemitismo previo de Jeremy Corbyn, su predecesor. La guerra en Gaza ha sacado a flote a la rama más izquierdista y propalestina, además.
Una acción mucho más trascendental que Europa, que históricamente ha quedado al margen a la hora de intentar mediar una solución política al conflicto, revisara sus vínculos comerciales con Israel a través del Acuerdo de Asociación. Pero la división se ha impuesto: los ministros de Asuntos Exteriores de los Veintisiete decidieron retrasar el acuerdo sobre una lista de diez opciones para responder a la acción de Israel en Gaza durante una reciente reunión del Consejo de Asuntos Exteriores. También acordaron «vigilar de cerca» el cumplimiento por parte de Israel de un acuerdo reciente para mejorar el acceso de la ayuda humanitaria a Gaza. Sin más.
Macron defiende que ha llegado el momento de hacer diferenciaciones, de no seguir a pies juntillas el dictado de la Casa Blanca, también en materia exterior y en Gaza. Frente a la predilección del republicano por Londres, Berlín o Roma, París como alternativa. Palestina le sirve de símbolo de todo eso. Y es un aviso, una lectura que no es tan clara en el caso de Starmer, que se congracia más con el magnate. Hasta medios franceses están avanzando ya la posibilidad de que, pasado septiembre y el reconocimiento, París impulse una especie de alternativa a los Acuerdos de Abraham de EEUU, con los que se busca el establecimiento de relaciones entre países árabes e Israel, pero para impulsar a la ANP, para reforzar el compromiso occidental con Oriente Medio, con el presidente galo de intermediario. Eso sería potente.
La presión va más allá de lo gubernamental. Está en última Alerta de Clasificación Integrada de Seguridad Alimentaria (IPC), dependiente de la ONU, que este martes ha hablado formalmente de «hambruna», o las más de cien organizaciones internacionales, entre ellas Médicos Sin Fronteras, Amnistía Internacional y Oxfam, que han emitido un comunicado conjunto afirmando que los habitantes de Gaza se están «consumiendo» a medida que se extiende la «hambruna masiva».
Por ahora, sólo se ha conseguido que haya algunas pausas para dejar entrar algo de ayuda (75 camiones al día frente a los 500-600 de antes de la guerra), con lo que es improbable que la situación humanitaria sobre el terreno mejore rápido. Las conversaciones de alto el fuego patrocinadas por EEUU en Doha (Qatar) fracasaron también la semana pasada, tras la retirada de Washington, alegando que Hamás no actuaba de buena fe. De nuevo, le daba la razón sólo a Israel, aunque este lunes Trump sorprendió con una reprimenda a su amigo Bibi: dice ahora que tiene «mucha responsabilidad» de lo que ocurre en Gaza y que «puede hacer mucho» para evitar la hambruna.
¿Es posible?
La solución de dos Estados no es un sueño, pero necesita de una voluntad política inexistente hoy. «Está más lejos que nunca», como resume el secretario general de la ONU, Antonio Guterres. Hay nuevos obstáculos, añadidos a los de siempre, a los que intentó solventar por última vez en 2014 el enviado de Obama, su secretario de Estado, John Kerry, quijotesco mediador que peleó todo lo que pudo, sin éxito. Más allá de la obvia herida causada por Hamás en Israel y la sangre derramada en la franja, que tiene hoy en shock a las dos sociedades, está por ejemplo la expansión de los asentamientos en Cisjordania y el este de Jerusalén: si en 1993, cuando la esperanza de Oslo, había 116.300 colonos judíos, a finales de 2021 había 465.000, cifra que Naciones Unidas sube a los 600.000 en este 2025.
Casa a casa, cada vez son un estorbo mayor para la paz, porque han logrado acaparar no sólo suelo, sino suelo con recursos, de agua a canteras pasando por vías de comunicación, que nadie sabe en qué lado quedarían si hay dos estados. Sus pobladores ilegales se han organizado políticamente y hasta uno de sus portavoces ha llegado a ser primer ministro (Naftali Bennett, ahora archienemigo de Netanyahu). Su influencia en los Gobiernos es notable, como llave, también ahora, y desarraigarlos es prender la llama.
Es uno de los fenómenos más preocupantes de los últimos tiempos: el ascenso de los ultras en el gabinete israelí (nacionalistas y religiosos), que ha tenido su reflejo también al otro lado. Los palestinos están desilusionados ante la carencia de relevo en el liderazgo, con el presidente Mahmud Abbas muy mayor (89 años). Llegó para un mandato de cuatro años y lleva 19 en el mando, anuló hasta las elecciones de 2021, ilusionantes para la sociedad palestina. Más allá de su falta de operatividad, la sombra de la corrupción y el cansancio por los mismos rostros, a la Autoridad Nacional Palestina la ha despreciado Netanyahu, la ha querido sacar de la ecuación como un socio imposible para la paz, y esa imagen ha calado, ayudada por la Segunda Intifada y los ataques a civiles. Eso alienta el radicalismo, si no hay respuestas.
Y, aún así, hay plan. Lo hay. Hay negociadores entusiastas que llevan décadas preparándolo, que no han perdido la esperanza ni en las peores etapas, como la que nos ocupa. Por ejemplo, la palestina Hiba Husseini y el israelí Yossi Beilin han mantenido viva la llama en The International Dialogue Initiative (Iniciativa de Diálogo Internacional), donde han defendido los dos estados con vehemencia. Y con propuestas reales.
Su idea es que se puede crear un estado palestino en Gaza y Cisjordania y plantear un intercambio de territorios en zonas donde hay ya grandes colonias. Algunas de ellas se podrían incorporar a Israel, con derechos compensatorios y tierras similares para el nuevo estado. Los colonos de zonas más profundas y menos anexionables, podrían elegir entre el traslado o reubicación en Israel o quedarse como residentes permanentes en Palestina, obligados por sus leyes, pero con pasaporte de Israel. Se fijarían normas para lograr, además, un alto nivel de coordinación en materias como seguridad e infraestructuras.
Sobre Jerusalén, capital triplemente santa, se plantea que la ciudad vieja, donde se concentran los santos lugares, sea declarada zona «abierta», con una administración conjunta de ambas naciones, cuyo perímetro, con el paso del tiempo, se iría ampliando hasta abarcar todos los barrios, con judíos, musulmanes o cristianos, de la ciudad en la que ahora viven 874.000 personas. Se parece a la salida que la ONU ya pintó en la partición de 1947. Gaza, desconectada territorialmente hoy del resto de territorios palestinos, necesitaría de un corredor terrestre para unirse con Jerusalén Este y Cisjordania.
La propuesta inicial -elevada en 2022 a la ONU y a EEUU- contempla, no obstante, dos cesiones dolorosas para los palestinos: una es que su nación sólo tendría una fuerza policial y no un ejército o fuerza aérea, aunque se quedaría con la estratégica frontera (por seguridad y alimentación) del Valle del Jordán; otra es que el derecho al retorno de los refugiados, que son ya cinco millones y conforman la mayor diáspora del planeta, sólo se contemplaría en un número simbólico, aunque sí habría compensaciones por la pérdida de bienes. En 2011, en otra vida vistos los acontecimientos de hoy, Netanyahu dijo que aceptaría la vuelta de entre 40.000 y 50.000 palestinos a su territorio.
Los movimientos de Londres, París y Ottawa son nuevos y relevantes, pero a la vez el contexto es tan negro, que cuesta aferrarse a la posibilidad, pero hay otro camino.