A finales de septiembre de 1989, la entonces abogada Paloma Sánchez-Garnica (Madrid, 1962) viajaba con su marido en coche a través de la República Federal Alemana con destino a Berlín, a donde llegaron tras cruzar la frontera con la comunista República Democrática Alemana en cuyo territorio estaba la ciudad. «Incluso aislada como estaba, el Berlín occidental era una ciudad palpitante de vida con gente en la calle y las terrazas, coches lujosos, tiendas a rebosar…», rememora la escritora paseando por las anchas y ordenadas calles de la capital alemana, a donde viaja para recorrer los principales escenarios de su trilogía berlinesa. «Pero todo cambió apenas a una parada de metro, tras cruzar en la estación de Friedrichstraße una frontera absolutamente asfixiante y bastante inquietante. Me pareció que era como un viaje al pasado«.
En los estertores del régimen comunista, comparte, «Berlín oriental parecía anclada 30 años atrás, era una ciudad gris, fría, lenta, especialmente monocolor. No había nada en los escaparates, no éramos capaces de gastarnos los cinco mil y pico pesetas que te obligaban a cambiar en marcos de la RDA para darte el visado porque no había productos que comprar«, apunta aún asombrada. «De vuelta en el lado occidental, tocando el Muro justo al lado de la Puerta de Brandenburgo, mi marido dijo una frase que se me quedó grabada: ‘Nosotros quizá no, pero este muro lo verán caer nuestros hijos’«, recuerda.
Sin embargo, apenas unas semanas después, el 9 de noviembre de ese crucial 1989, Sánchez-Garnica vería por televisión cómo las dos Berlines se reencontraban tras más de 40 años divididas, casi 30 de ellos separadas por toneladas de hormigón y acero. «Si me dices un momento histórico en el que me hubiera encantado vivir, sería esa ciudad aquella noche, con esa explosión de libertad, de alegría, esas emociones que sintió tanta gente de un lado y otro, y que nadie se terminaba de creer».
Reconstruyendo la historia
De esa fascinación por la capital alemana ha surgido mucha de la inspiración literaria de la escritora, quien ha ambientado allí tres de sus nueve novelas, las cuales Planeta reúne ahora en un estuche que saldrá a la venta en otoño. También por esas fechas llegará a la gran pantalla -con película dirigida por Imanol Uribe y protagonizada por Álex González y Aura Garrido- la primera, La sospecha de Sofía (2019), que narra una trepidante historia ambientada entre finales de los 60 y principios de los 70 y contrapone la dictadura germana, en su auge en aquellos años, con la por entonces ya decadente dictadura franquista.
«Berlín condensa lo peor del siglo XX, desde los errores ideológicos del totalitarismo nazi y comunista, hasta la máxima crueldad humana»
Después vendría Los últimos días de Berlín, en la que viajaba a la Alemania de 1933 para comprender cómo fue el auge del nazismo, pero que también exploraba la vida cotidiana durante el estalinismo como una especie de juego de espejos. Si esa novela le valió ser finalista del Premio Planeta, el premio gordo llegaría el pasado octubre con Victoria, merecedora del galardón, en la que a través de la historia de dos hermanas separadas por el Muro y la ideología Sánchez-Garnica explora los claroscuros de los dilemas morales, la crudeza de la lucha por la supervivencia y de paso, desmonta varios tópicos sobre la bondad de los Aliados, incidiendo en el trato dado a los alemanes en la posguerra y exponiendo los paralelismos entre el nazismo y el macartismo o la segregación racial.
«Un libro fue llevando al otro. Conocer la RDA me hizo interesarme por cómo se llegó al nazismo, e internarme en esta época por cómo sobrevivieron tras la guerra los berlineses, especialmente aquellas mujeres que como broche final vivieron una oleada de violaciones y humillaciones que tuvieron que silenciar y normalizar para salir adelante«, explica la escritora paseando por puntos emblemáticos de la ciudad como Alexanderplatz, centro neurálgico del Berlín oriental; el ayuntamiento Schöneberg, donde J. F. Kennedy pronunció su mítico discurso terminado con «Ich bin ein Berliner» (Soy un berlinés); la Iglesia de la Memoria, emblema decimonónico del Imperio alemán cuyas ruinas nunca se reconstruyeron tras los bombardeos para no caer en el olvido, o el Oberbaumbrücke, el famoso «puente de los espías», que fue durante años una frontera caliente y junto al que queda el último rastro de Muro, unos kilómetros convertidos en murales en los años 90 por 117 artistas de 21 países -ahí es donde está el icónico grafiti denominado Beso Fraternal Socialista-.
La responsabilidad de la memoria
Todos esos lugares, afirma la escritora, son una huella del pasado que hace de Berlín «un lugar clave para explicar el siglo XX. La ciudad condensa todos los errores ideológicos y políticos del totalitarismo nazi y comunista, y también la máxima crueldad humana, pues fue casi completamente devastada por las bombas y a su población superviviente y agonizante se la responsabilizó de todos los males de la guerra», reflexiona la autora sin poder evitar una lectura contemporánea. «La memoria que guarda Berlín es importante para recordar que, como decía Primo Levi, no estamos exentos de los males del pasado. Llevamos varias décadas viviendo en una sociedad muy acomodada, adocenada y aburguesada. Como estamos viendo, seguimos en una Guerra Fría que no va más allá por la amenaza nuclear, pero no debería ser necesario que ocurrieran tragedias como las de Ucrania o Gaza para que no olvidemos que todo horror pasado puede suceder hoy», lamenta.
«En Europa llevamos varias décadas adocenados y aburguesados, hemos olvidado que todo horror del pasado puede suceder de nuevo hoy en día»
Máxime en un mundo en el que, opina, nos parecemos más a muchas de las cosas malas del siglo XX de lo que creemos. «La idea de propaganda ideológica que crearon los nazis la vemos hoy en las redes y el mundo digital, en una política que busca un pensamiento único. Sea más sutil o más perversa, toda la política actual se basa en los principios y métodos de Goebbels«. Por eso, defiende, «los ciudadanos tenemos la responsabilidad de no dejarnos llevar por los mensajes facilones, de hacer el esfuerzo de analizar y cribar la información, de no ser ovejas. El periodista Edward R. Murrow dijo: ‘un país de ovejas engendra un gobierno de locos’, y así estamos hoy, con líderes como Trump, Putin o Xi Jinping, que no son sino unos oportunistas imprevisibles».
Ese papel de advertencia lo cumple para Sánchez-Garnica la literatura, que nos vuelve «más críticos y menos manipulables. La ciencia dice que el cerebro no distingue entre lo que es real y lo que es ficción, por eso la ficción es una herramienta accesible para comprender al ser humano, sus ideas, motivaciones y actos. La buena literatura, las grandes novelas, tienen que ser capaces de llegar a todos los lectores y niveles, desde lo más superficial hasta lo más profundo«, argumenta. «Yo no soy analista política, así que no puedo hablar del presente, pero sí creo que entender y conocer el pasado, además de ese modo íntimo que logran las novelas, con personajes y emociones con los que la gente se identifique, es fundamental para entender el mundo en el que vivimos». Y para que, con suerte, historias como esas que guarda el Berlín del siglo XX nunca se repitan.