Nacha, superviviente del documental pionero sobre la transexualidad: «Todos cometemos errores, pero si eres trans nadie te los perdona»

Nacha está feliz. Ha pasado un día desde la presentación en Berlín de la película que rodó en 1982 y ni quiere ni puede disimular su entusiasmo. «Lo único que me duele es no poder hablar alemán para devolver como se debe todo el cariño recibido. Sabía que la película tenía sus seguidores, que es de culto… ¡Pero tanto y tan lejos!», dice. Y lo dice, ya se ha dicho, feliz la única superviviente de las seis protagonistas de la mítica Vestida de azul, la cinta de Antonio Giménez Rico que se estrenó en la Gran Vía de Madrid («En el Teatro Pompeya, creo»), se presentó en el Festival de San Sebastián y, tras un largo silencio de décadas, ahora vuelve a las pantallas en versión restaurada por Mercury Films en colaboración con la plataforma Flixolé. Lo ha hecho no en España sino en la Berlinale, pero lo ha hecho. «De todas, solo quedo yo. Una ha destransicionado, o como se diga, y las otras cuatro… pues la mala vida», comenta y algo de esa felicidad inmune al frío, el hielo y la nieve berlinés se quiebra. Un instante solo.

Nacha tiene 62 años y un pasado duro, agrio y asumido de prostitución. «No me arrepiento de absolutamente nada en mi vida», dice para bloquear cualquier amago de condescendencia. Si se le pide que recuerde, recuerda con una precisión de notario. Recuerda que cuando estuvo en el hotel donostiarra de María Cristina se cruzó con John Tavolta. «Alguien dijo que tuvimos algo entre nosotros, pero es falso», aclara. Recuerda que cuando se fue a registrar en el lujoso hotel de marras un conserje celoso de lo suyo le bloqueó la entrada porque en su cané de identidad aún figuraba el nombre de José Antonio. Se lo cambió hace 12 años en Vigo, que en Madrid, de donde es, le daban cita «para sabe dios cuándo». «José Antonio nací, fíjate qué nombre para mí. Más oportuno imposible», afirma y se ríe. También recuerda que Giménez Rico, castellano como era, siempre les llamó en masculino («Los chicos, nos decía»). Y mientras desgrana retazos de memoria, le vienen los insultos recibidos, las amenazas de entonces, las agresiones incluso en forma de escupitajos: «Tamara, que también aparecía en la película, era gitana. Y nos persiguieron sus familiares porque no querían saber nada de ella… Pero una cosa, pese a todo, jamás me he sentido humillada. No han podido conmigo». Queda claro.

Para situarnos, conviene recordar que Vestida de azul no estuvo sola. La Transición española puede presumir, y a la vez avergonzarse, de un cine tan diferente en las formas, en el género y en los cuerpos como evidentemente oculto (de ahí, la vergüenza). Todo este cine diverso (diverso además de LGTBIQ) discurrió por el otro lado de los fastos; por la parte de atrás de las pantallas y de un tiempo de Juegos Olímpicos y AVEs. Se festejaba la llegada de un tiempo nuevo como si en ello nos fuera la vida (que nos iba) y en el frenesí de la algarabía se perdieron muchas cosas, muchas imágenes y hasta muchos recuerdos. No fue amnesia exactamente, pero casi. Al lado de las obras del colectivo 5QK’s (léase Cinco Cucas) allá a finales de los 70 o junto a la revolución de Ocaña, retrato intermitente, de Ventura Pons, estuvo la película de Nacha, una película que vivió su momento de gloria en la serie que la reinterpretaba a su modo en 2023, pero que solo ahora revive como debe: en su formato original en perfecto estado de visionado. Memoria viva, memoria de todos. Hasta de los alemanes de Berlín.

«En aquellos tiempos no había ni palabras que nos nombraran. Todas éramos travestis. Por eso el documental fue tan importante. La idea original de Antonio era hacer una ficción. Cuando me llamaron porque antes había colaborado con Lalo Azcona en una programa de la tele que se llamó Alma de mujer, me dio miedo. ‘Ponerme a estudiar un papel’, me dije. Pero luego la cosa fue cambiando y el director decidió que era mejor que simplemente contáramos nuestras cosas», comenta Nacha antes de hablar de una vida de apariencia desordenada que no ha conocido ni reglas ni fronteras. «Siempre, desde que era una niña, tuve claro lo que era y me he recorrido el mundo entero bailando flamenco», añade y guiña un ojo. Cada una baila flamenco como puede y como quiere.

Dice –o mejor redice de tanto insistir– que no se arrepiente. Lo dice, ya se ha dicho, feliz. «Ahora, las nuevas generaciones lo tienen más fácil. Y me alegro. Nosotras nos teníamos que hormonar de forma clandestina. No sabíamos lo que era un médico para todo el proceso de transición. Ahora no es así y me alegro. Pero también noto que los jóvenes no tienen esa sensación de familia que teníamos nosotras. Con nuestras cosas, éramos mucho más que amigas. Nos ayudábamos en todo y sabíamos que siempre podíamos contar con alguien. Eso ya no lo veo», reflexiona a la vez feliz y, de nuevo, ligeramente, solo ligeramente, triste.

¿Ha seguido el caso de Karla Sofía Gascón?
De eso casi no quiero hablar. Yo lo veo como la persona que soy y pienso que todas las personas tenemos altos y bajos en la vida. Y podemos comentar cosas que a lo mejor después nos arrepentimos. Me parece muy mal, pero muy mal el trato que está recibiendo. Todos podemos tener fallos, todos… Hay muchos otros que dicen cosas parecidas y nadie les ataca con esa violencia… Si hubiera sido una mujer no sé si la hubiesen investigado tanto. Y si fuera un hombre ya ni te cuento. Si no fuera trans, Karla no estaría pasando lo que pasa. Todos cometemos errores, pero si eres trans nadie te los perdona.

Nacha, simplemente Nacha, no viste de azul, ahora mismo viste como le da la gana. Y feliz, oye.