«La tensión es algo bueno». Fue la respuesta de Donald Trump cuando, después de recibir a Gianni Infantino en el Despacho Oval, en marzo, le preguntaron por cómo iba a preparar el Mundial de fútbol 2026, compartido con dos países, México y Canadá, con los que había desatado una guerra comercial. El presidente de la FIFA, profesional de la diplomacia, no cambió su sonrisa, pero la tensión, como la procesión, iba por dentro. No es el único. Trump va a tener bajo sus pies las dos principales pistas del circo del deporte, el Mundial de fútbol, el año próximo, y los Juegos Olímpicos, en Los Ángeles, en 2028, dos poderosas herramientas, a su vez, de la geopolítica que Trump zarandea como un cubilete. Los primeros dados, sin embargo, pueden aparecer a partir del fin de semana, con el inicio del Mundial de clubes, prueba test del Mundial, en mitad de las protestas por las redadas contra inmigrantes.
La competición no tiene, por ahora, la visibilidad ni los riesgos de los dos grandes eventos que Trump va a acoger durante su legislatura. Se desarrolla íntegramente en Estados Unidos, por lo que quedan a un lado las tensiones comerciales con México y Estados Unidos, pero no las que tienen que ver con los controles en las fronteras, dado el desplazamiento de aficionados. El principal foco de alerta está en Los Ángeles, futura ciudad olímpica hoy en llamas por las detenciones y deportaciones de inmigrantes ordenadas por el presidente, y donde PSG de Luis Enrique y Atlético de Madrid debutan el domingo, en el estadio Rose Bowl. Los Ángeles es un enclave estratégico para todas las competiciones. La mayor parte de las sedes se sitúan en la costa este y oeste, zonas que condensan la contestación contra Trump.
El deporte internacional, muy celoso de su independencia, se ha situado, pues, en alerta, no sólo ante la tentadora instrumentalización que Trump pueda hacer de los acontecimientos, sino también frente al temor a los viejos boicots, con China como gran enemigo comercial, en una guerra por ahora en stand by, y a decisiones que comprometen su equilibrio competitivo y político, como son la legislación sobre la transexualidad en el deporte, la negativa a financiar la lucha antidopaje en el marco internacional o el perverso me quiere, no me quiere de Trump con Vladimir Putin, actualmente fuera del espacio olímpico, pero ansioso por volver.
Infantino no visitó la Casa Blanca para hablar del Mundial 2026 ni de las interrelaciones con Canadá y México, sino para presentar a Trump el Mundial de Clubes. El presidente de la FIFA vendió el producto de una forma que encantó a Trump: «Será como tres Superbowls en un día». Lo suyo es el espectáculo, está claro.
Facilidad en las fronteras
El del año próximo será mucho mejor, pero también más complejo. Compartir con otros países una competición como el Mundial implica coordinación de sus autoridades y facilidad en las fronteras para el movimientos de aficionados, especialmente a sedes en lugares limítrofes, como Vancouver, Seattle, Toronto, Monterrey o incluso Los Ángeles.
Precisamente, uno de los pretextos de Trump para la imposición de los aranceles a México y Canadá, inicialmente del 25% aunque ahora amortiguados, estaba en relación con la exigencia de endurecimientos fronterizos para luchar contra la inmigración ilegal y el tráfico de drogas, sobre todo el devastador fentanilo.
Las decisiones de Trump originaron en Canadá una ola de rechazo y boicot a los productos estadounidenses, con una posición muy dura del ex primer ministro, Justin Trudeau. Su sucesor, Mark Carney, visitó el mes pasado la Casa Blanca con un tono más conciliador, pero la misma advertencia: «Canadá no está en venta».
Los pasos atrás en materia arancelaria, sea con sus vecinos, la Unión Europea o China, han atemperado las relaciones comerciales y serenado a los mercados, pero las redadas y expulsiones de inmigrantes han abierto un enfrentamiento más cruento con México, verbalizado por la presidenta Claudia Sheinbaum, y con una explosiva caja de resonancia, al ser la inmigración una causa global.
La FIFA no quiere luchas que vayan más allá de las puramente futbolísticas, por lo que, a un año del Mundial, Infantino cruza los dedos para encapsular el torneo y protegerlo de las tensiones entre los países organizadores. Con motivo del Mundial de Clubes va a tener oportunidades de departir con Trump, que ya ha expresado su intención de acudir a varios partidos, aunque la apertura del torneo, en Miami, coincide con los fastos de su cumpleaños, con un desfile en Washington.
Infantino heredó los Mundiales de Rusia y Qatar, manchados en su concesión por la corrupción, pero el del año próximo es ya una obra de su administración. La FIFA tiene, al menos, una ventaja, y es que el modelo de gestión ha cambiado. Desde 2022, el organismo asume las funciones de los comités organizadores del pasado. El Bureau del Mundial se diseña y contrata desde Zúrich.
El Movimiento Olímpico en su conjunto tiene un plazo más largo, hasta 2028, pero observa con inquietud las maniobras de Trump, que recibirá a los Juegos en el tramo final de su mandato. El Comité Olímpico Internacional (COI) exige a los países organizadores, mediante una cláusula en el contrato, que las legislaciones que entren en conflicto con la Carta Olímpica , las normas técnicas de las federaciones internacionales o el Código de la Agencia Mundial Antidopaje (AMA), queden en suspenso para la Olympic Family durante la celebración del evento. Sucedió con la Ley Antidopaje de Italia durante los Juegos de invierno en Turín 2006, las restricciones a la libertad de expresión en Pekín 2008 o la normativa francesa que prohíbe el velo en recintos públicos en París 2024.
Conflicto con los transexuales
El primer foco de conflicto puede estar con respecto a la admisión de deportistas transexuales. El Movimiento Olímpico lo deja en manos de las federaciones internacionales, que no tienen una posición unívoca. La nueva presidenta del COI, Kristy Coventry, es partidaria de encontrar un criterio común, pero necesita un acuerdo deportivo, médico y ético. Necesita tiempo, todo lo contrario que Trump. En febrero, el presidente firmó una ordena ejecutiva, rodeado de niños, bajo el título Mantener a los hombre fuera del deporte femenino. La secretaria de prensa de la Casa Blanca, Karoline Leavitt, manifestó que se exigirán sanciones a las escuelas o asociaciones que permitan competir a trans en categoría femenina.
El COI es, hoy, una de esas asociaciones. En Tokio, compitió la neozelandesa Laurel Hubbard; en París, precisamente una estadounidense, la atleta Nikki Hiltz. Veremos si antes de Los Ángeles se produce un acuerdo.
Los Juegos con drogas de Trump jr.
Más necesario, incluso, es en materia de dopaje, enfrentadas la AMA y la Agencia Antidopaje de Estados Unidos, que retuvo en enero el pago de 3,6 millones de dólares al organismo internacional, como parte de su financiación. El conflicto viene de atrás, con Joe Biden en la Casa Blanca, cuando la AMA permitió competir a 23 nadadores chinos en los Juegos de Tokio, en 2021, pese a haber dado positivo por trimetazidina. Pero la decisión de interrumpir los pagos no se ha producido hasta el regreso de Trump, que en su primera etapa en la Casa Blanca impulsó la conocida como Ley Radchenkov, por el delator ruso, por la que se pueden presentar cargos penales contra cualquier deportista que de positivo en competiciones contra estadounidenses.
La AMA mostró su rechazo, pero nada que ver con su ira por los Enhanced Games, los Juegos Mejorados, en los que se permitirá el dopaje, programados para 2026 en Las Vegas. El presidente de la AMA, Witold Banka, pidió ayer su prohibición a las autoridades de EE.UU. Sería para Trump como prohibir jugar a su hijo, puesto que Donald Trump jr. está entre los promotores.
¿Es posible un boicot?
La palabra «boicot» ha aparecido en alguna conversación entre altos dirigentes deportivos, como un temor susurrado, al observar el complejo mapa geopolítico y a su actor principal, el presidente del país más poderoso del mundo, desatado. Que las decisiones tomadas por Donald Trump puedan tener consecuencias en los acontecimientos deportivos organizados en Estados Unidos, especialmente los Juegos Olímpicos, no es una posibilidad remota si se repasa la historia.
No existen precedentes de boicots por una guerra comercial. No se trata de una guerra real, porque no supone la invasión de un territorio ni atenta contra la soberanía de un país, pero puede hundir su riqueza y generar confrontaciones que vayan más allá del ámbito puramente económico.
Estados Unidos decidió no acudir a Moscú’80 por la invasión de Afganistán, un año antes, y las autoridades soviéticas devolvieron el gol, cuatro años después, con el pretexto de la seguridad. El presidente Jimmy Carter tomó la decisión seis meses antes de la inauguración en Moscú, porque «acudir sería como poner un sello de aprobación a la política exterior de la URSS», después de amenazar: «O retiran las tropas o retiro a los atletas». «O retira los aranceles o retiro a mis atletas», podrían replicar algunos dirigentes mundiales si Trump volviera a la irracional escalada después de esta tregua de la que nadie conoce el futuro.
El ‘apartheid’ de la inmigración
Antes de Moscú’80, hubo ya un boicot de bloque, africano, a Montreal’76, por cuestiones raciales. Lo impulsó Tanzania, después de que los All Blacks de Nueva Zelanda realizaran una gira por Sudáfrica, que estaba sancionada por su política de apartheid. La presencia de Nueva Zelanda en los Juegos hizo que no acudieran la mayoría de países subsaharianos. Las luchas raciales continúan, y la prueba es el Blacks Lives Matter, visualizada también en los estadios del mundo, pero una de las grandes causas globales de nuestro tiempo es, hoy, la inmigración, frente a la que Trump actúa con estándares intolerables para buena parte del mundo. Según la prensa estadounidense, las deportaciones pueden ir a más e incluir a más nacionalidades, con un centro de reclusión en Guantánamo. Es su particular apartheid.
La posición de Trump frente a los conflictos en Ucrania y Gaza es, asimismo, un factor de riesgo. Ha coqueteado con Vladimir Putin en busca de una solución, pese la intensidad de la ofensiva rusa. Una de las monedas de cambio sería, muy probablemente, el regreso de Rusia al tablero deportivo y olímpico, en el que Putin invirtió mucho dinero, fuera en los Juegos de invierno de Socchi, en 2014, o el Mundial de fútbol, en 2018. La ofensiva israelí en Gaza, con el apoyo de la administración Trump frente a una condena mundial casi unánime, puede generar contestaciones, no sólo en el mundo árabe.
Los Ángeles, que acogerá unos Juegos por tercera vez en su historia, ya sufrió el boicot del bloque comunista en 1984, como contestación al de Moscú’80. China, en cambio, no secundó a la URSS y acudió a los Juegos por primera vez en su historia. En la actualidad, ocupa la posición de gran gigante deportivo opositor a Estados Unidos que durante las décadas de la Guerra Fría detentó la potencia soviética. Si en 1984 decidió no alinearse con el resto del mundo comunista para mostrar su músculo en el deporte, hoy su músculo principal es económico.