Hay tantas maneras de recordar a Manolo Zarzo como espectadores de cine (y de teatro y de televisión) hay no solo en España, sino en buena parte del mundo, puesto que pocos actores tan viajados, completos, de voz más grave, con el pelo más blanco y de gesto más rotundo. En una reciente entrevista con este mismo periódico confesaba que eran 127 las películas en las que había participado en su larguísima carrera; una carrera que inició con apenas 16 años y que prolongó hasta el límite mismo del aliento hasta su muerte el 16 de junio en Madrid. Decía que apuntaba uno a uno cada uno de sus trabajos en una libreta desde muy al principio.
Su madre, contó él mismo en más de una ocasión, disfrazaba a los chiquillos del barrio y les ponía a interpretar historias que se inventaba en el madrileño barrio de Ventas en el que nació. Una idea que el maestro, por lo visto, no compartía. «Un día le dijo a mi padre: meta usted a payaso al niño, que no hay quien le aguante», contaba el actor en el videodocumental #MuchaVidaQueContar. Y así hasta que él y su hermana mayor Pepi se enrolaron en la compañía juvenil Los Chavalillos de España con la que recorrió el país durante tres años. «Un mundo nuevo para un chaval de un barrio obrero», comentaba en ese mismo documental.
Fue gracias a esa compañía que Antonio del Amo se fijó en él para hacerle interpretar al «niño del Rastro, medio cojo, que le gusta el fútbol» —palabras suyas— de Día tras día (1951). Aquel, cumplidos los 19 años, sería su debut en la gran pantalla y aquel personaje selló a su manera y para siempre un capítulo memorable en la historia del cine español. Cuando en 1960, Saura le colocara en el centro de Los golfos, Zarzo se convertiría, quizá de manera inconsciente, en la imagen más clara de una nueva manera de entender el cine. Él era en ese retrato duro de una España esencialmente dura y censurada el único intérprete profesional o con algo de experiencia en una película que proponía, como epígono del neorrealismo transalpino, una auténtica revolución. La película estuvo en Cannes, enamoró a Buñuel y convirtió a su director debutante en la última gran referencia de un cine que se quería diferente. La línea que une Día tras día con Los golfos es, en efecto, la línea que separa lo viejo de lo nuevo, la dictadura del amago, o solo sueño, de algo diferente. Y en medio, Zarzo. Para siempre.
Pero ésta, pese a su relevancia, es solo una de las infinitas maneras de recordar a Manolo Zarzo. Las páginas de su cuadernillo esconden un universo; un universo entero tan personal como compartido. El menor de una familia compuesta por ocho hermanos llegaría a ser con el tiempo en una de las figuras imprescindibles de cualquier cine. Y la nómina de los directores con los que acabó trabajando van desde el populismo de Mariano Ozores y Pedro Lazaga a las firmas de Jaime de Armiñán, Juan Antonio Bardem, José Luis Garci, Mario Camus, Gonzalo Suárez, Vicente Aranda o el citado Saura. Y Pedro Almodóvar. Película tan emblemáticas La colmena, Los santos inocentes, Epílogo, El lute: camina o revienta o Entre tinieblas figuran en su cuadernillo.
Pero no solo eso. Zarzo fue, a su modo, un aventurero y un ciudadano del mundo. Cuando llegaron las coproducciones, él fue el primero. Rodó en Francia, en Italia y hasta en la selva de Camboya («Ahí lo pasé mal. Me llegué a quitar 17 sanguijuelas de la pierna con un pitillo», comentó). En Angola rodó con Ettore Scola ¿Conseguirán nuestros héroes encontrar a su amigo misteriosamente desaparecido en África? (1968). El héroe era Alberto Sordi y Zarzo, el encargado de ayudarle en su tarea de dar con Nino Manfredi. Luego Scola le llevó a Italia a trabajar con Marcello Mastroianni y Monica Vitti en El demonio de los celos (1970).
Y todo ello sin contar su paso por la tele, por la tele de todos. Fue Segismundo Ballester en Fortunata y Jacinta (1980), Bernardo Álvarez en Juncal (1989), Tomás Alberti en la primera temporada de la serie Compañeros (1998), Eugenio en El Súper (1999), Constantino en La verdad de Laura (2002) y Rafael en La Dársena de Poniente (2006). Está en el cuadernillo y en la memoria de cada espectador.
Padre de cinco hijos, su vida no estuvo exenta de accidentes porque, a su modo, la vida de un actor es puro accidente. En el homenaje que no hace tanto le rindió la Academia del cine, recordó el día de septiembre de 1960 que iba hacía la Puerta del Sol para sellar su pasaporte porque tenía que hacer una película en Italia. En el camino se encontró con un incendio en la céntrica calle Carretas y se unió a un grupo de personas que estaban sujetando mantas para que las víctimas que estaban atrapadas pudieran bajar del edificio. Una de las jóvenes que saltó iba a caer fuera de la manta, y Zarzo se echó hacia atrás para cogerla. «Sentí cómo su peso me caía sobre el hombro. Estuve dos horas clínicamente muerto y después dos meses con el torso escayolado. Salí de aquello con voluntad. Me dije: ‘me voy a poner bien’, y aquí estoy».
En el documental entrevista #MuchaVidaQueContar se definía como «un obrero de este trabajo». Lo hacía con orgullo, con respeto a su oficio y también con un punto de amargura. «Me duele que no haya tenido el gran papel, ese que diga: me puedo morir tranquilo. A mí me ha faltado eso, me sigue faltando y no me va a dar tiempo», decía. En verdad, él siempre estuvo ahí. Estuvo en los grandes cambios como en Los golfos, en las producciones más populares como Margarita se llama mi amor, en las comedias del destape como Lo verde empieza en los Pirineos, en el cine más rupturista de la Transición como Entre tinieblas y en Angola. Zarzo sigue aquí.