La guerra del cochino anglo-irlandés que invadió EE UU

Todo por un cerdo. El cerdo propiedad del granjero irlandés Charles Griffin, empleado de la Compañía de la Bahía de Hudson que traspasó la linde hasta ocupar el terreno del señor Cutlar, Lyman Cutlar, colono estadounidense asentado en la isla de San Juan, entre Vancouver y el estado de Washington, y le hozó las patatas sembradas. Como el campo no tiene más autoridad que su labriego, el señor Cutlar tomó la escopeta de dos cañones, insertó un par de cartuchos del calibre 12 y disparó contra la panza del animal, al que aún le quedó sangre y aire dentro para lanzar un chillido de décimas de segundo mientras miraba de lado al colono con esos ojos propios de los cerdos, mínimos y brillantes, ojos como de no querer ver de cerca a los humanos.

El cerdo es una subespecie inteligente en el repertorio de los animales de granja, aunque se le haya condenado a vivir entre cáscaras. Este cerdo nuestro, aquel 15 de junio de 1859, estaba concentrado en devorar las patatas del señor Cutler con más apetito que desafío. La tensión territorial venía de antes, incluso de antes del nacimiento del gorrino protagonista. El Tratado de Oregón de 15 de junio de 1846 resolvió la tensa disputa fronteriza dividiendo el Territorio de Oregón y la Columbia Británica entre Estados Unidos y el Reino Unido e Irlanda. El cerdo apenas cruzó unos metros de país extranjero y el atrevimiento desató la guerra entre los dos países que litigaban por el terreno. De entre los conflictos bélicos más idiotas de la historia este es formidable.

Pero el asunto aún aloja más estupidez: con el cerdo de cuerpo presente, el bueno de Griffin ofreció al colono Cutlar 10 dólares para cubrir los desperfectos perpetrados por el difunto. A Cutlar le pareció otro insulto y reclamó 100 (imaginamos que incluyó dentro los impuestos de los próximos 20 años y algún resarcimiento moral). Cuentan por ahí este diálogo entre los dos warriors:

– ¿Su cerdo se estaba comiendo mis patatas porque no ha sabido mantenerlo lejos de mi sembrado y usted quiere compensarme con unas míseras monedas?-, dice Cutler.

– Mi intención era compensar lo que el animal había hecho con sus míseros cultivos. Es usted quien tiene la obligación de mantener sus patatas lejos de mi cerdo- , responde Griffin.

(No hay testigos del careo, así que damos por bueno el invento).

El tema prendió y las autoridades británicas amenazaron con detener al colono Cutlar por el asesinato del cerdo, advertencia que los norteamericanos (a lo grande, ellos siempre más en cuestiones de bronca) resolvieron reclamando a EEUU protección militar. La escalada se desató y más o menos se desarrolló así: el general brigadier William S. Harney, al mando del Departamento de Oregón, envió inicialmente a la isla de San Juan 66 soldados estadounidenses del Noveno Regimiento de Infantería, al mando del Capitán George Pickett, con órdenes de impedir el desembarco de los británicos. Los británicos respondieron instalando tres buques de guerra bajo el mando del Capitán Geoffrey Hornby para hacer frente a los americanos, pero parecía poca herramienta. Así que recompusieron los efectivos y, más o menos, el tablero quedó definitivamente de este otro modo: el 10 de agosto de 1859, 461 estadounidenses con 14 cañones al mando del coronel Silas Casey se oponían a cinco buques de guerra británicos que montaban 70 cañones y transportaban 2.140 hombres. Durante este tiempo, no hubo disparos. En la Guerra del Cerdo nadie disparó. Los comandantes locales de ambos bandos dieron las mismas órdenes: defenderse, pero bajo ningún concepto inaugurar la batalla con el primer tiro. Durante varios días, los soldados británicos y los estadounidenses intercambiaron insultos, intentando provocar al otro para que tomase la iniciativa, pero ambas partes mantuvieron la disciplina. Un poco a lo Gila antes de Gila con su estrategia de agotar al enemigo con un placaje emocional de recuerdos a los linajes y a los difuntos.

Todo esto por un cerdo. Insisto: un animal de inteligencia doméstica y capaz de salvar si acaso alguna vida (aunque sea por un rato) al intercambiar el riñón humano averiado por uno de cebón. La simbología y la biología nuestra y suya está más cerca de lo que parece o de lo que se quiere. La diferencia principal podría ser que el cerdo no declararía jamás una guerra, pues no le hace falta rebajarse de esa manera para mantener el sitio. El cerdo es un animal desacomplejado y esa fortuna se nota. Esta desconcertante guerra entre británicos y estadounidenses acabó en octubre de 1859. La realidad no daba más de sí. Sale dificilísimo mantener un enfrentamiento bélico entre dos países sustituyendo la pólvora por un repertorio más o menos imaginativo de ofensas lanzadas de orilla a orilla.

Una vez templado el ánimo, la convivencia entre los dos frentes adquirió otro aroma. Durante los años de ocupación militar conjunta, las pequeñas unidades británicas y norteamericanas en la isla de San Juan recobraron una vida social conjunta amistosa, visitando los unos los campamentos de los otros para celebrar sus fiestas nacionales respectivas y colaborando en diversas competiciones deportivas. De este buen rollo mestizo salieron también algunos matrimonios mixtos que perpetuaron la armonía imprevista. Las crónicas de aquel tiempo, una vez superada la tensión en el área, parecen el relato de una arcadia dirigiéndose ciega, como sucede con cualquier felicidad colectiva, al borde del precipicio. Los guardas del parque que es ahora eje de la Isla de San Juan explican a los visitantes del siglo XXI que la mayor amenaza para la paz en la isla durante aquellos años de concordia y tras el amago de zafarrancho fue «la gran cantidad de alcohol disponible». Una isla definitivamente de borrachos.

La legendaria y ridícula Guerra del Cerdo sólo existió en el corazón de un puñado de granjeros, pues el resto de la gente al ver que había más cerveza que peligro decidió pasar el tiempo jamada hasta que la paz sea con vosotros. No parece mal plan para un tiempo así de raro.