Mantiene Francis Ford Coppola que para hacer cine hay que ser necesariamente infeliz. Y como prueba presenta todo el sufrimiento acumulado mientras se esforzaba en sacar adelante El Padrino y se peleaba con productores, fotógrafos y Hollywood entero para imponer su criterio. De lo de Apocalypse now, ni hablamos. A la vez, confiesa que durante el rodaje de pocas películas se sintió tan feliz como cuando filmó Jack en 1996. ¿Feliz o infeliz? No hay que ser Aristóteles ni un experto en silogismos para darse cuenta de que algo no encaja. O no lo pasó tan bien como afirma mientras armaba la historia del niño que envejece prematuramente o la película, admitámoslo, no cumple con los estándares de un director que, nadie lo duda, colocó el cine en otro lado. El caso es que pocas películas del líder del Nuevo Hollywood resultan tan fáciles de odiar como la protagonizada por Robin Williams. El propio director fue consciente de ello en el momento del estreno y así lo dejó claro en una ocasión en la que fue preguntado por la recepción de la película: «Jack fue una película que todo el mundo odiaba y ridiculizaba constantemente. Debo decir, sin embargo, que encuentro a Jack dulce y divertida. Pero es normal: yo la dirigí. Quizá debería avergonzarme de ella, pero no es así…».
Lo cierto es que cuesta dar con la clave de la fobia que concentra y ampara la película. Jack, en puridad, no es una anomalía en la carrera del director ni una nota discordante ni mucho menos una extravagancia. Todos los argumentos que maneja son perfectamente rastreables en obras anteriores de su autor o, con mayor evidencia incluso, en al menos dos de las cintas que vendrían después. Forma parte del corpus coppoliano. De nuevo, como en Peggy Sue se casó, donde una mujer viaja al pasado para intentar enmendar todas las heridas del presente, el protagonista se encuentra fuera del tiempo, de su tiempo. Robin Williams, recuérdese, da vida a un niño con el cuerpo de un hombre porque sus células envejecen diez veces más rápido que las de sus contemporáneos. Digamos que la muerte se le acerca a un ritmo inversamente proporcional a como lo hace al conde de Drácula; es decir, al personaje que le ocupara en su película justamente anterior y que supuso, sin duda alguna, su último gran éxito global hasta la fecha. Un hombre sin edad, rodada una década después, es exactamente el reverso de Jack. Esta vez se trata de un anciano al que un rayo no solo rejuvenece sino que le impide envejecer. De nuevo, un individuo atrapado en un tiempo y un cuerpo que no son los suyos. Quizá, como el propio y siempre visionario Coppola.
Apurando, buena parte de los héroes del genio nacido en Detroit, con Michael Corleone a la cabeza, viven en esa especie de asincronía, todos a brazo partido contra un presente que va o más rápido que ellos y su visión de la vida o infinitamente más lento. Preston Tucker en Un hombre y su sueño (1988) no es más que la mejor y más jovial (a la vez que torturada) definición de habitante del futuro (eso, de nuevo, es un visionario). O por lo menos, hasta la llegada de Megalópolis (2024), que gira toda ella sobre la posibilidad de un porvenir por fuerza utópico. Y si se quiere viajar atrás del todo, los protagonistas de su primeriza Llueve sobre mi corazón (1969) no son más que náufragos del tiempo en el que les ha tocado vivir. Y sufrir. Y lo mismo para los personajes de Corazonada (1982), Rebeldes (1982) o La ley de la calle (1983). En su diario, Coppola dejó escrito: «Uno puede quedarse congelado en el tiempo, ir más allá del tiempo, adelantar al tiempo, ir por detrás del tiempo, pero no puede existir sin el tiempo… El tiempo no espera a ningún hombre». Digamos que pocas preocupaciones tan persistentes en el tiempo de vida de Coppola como el mismo tiempo.
Pero no solo eso. El papel que juega la familia, según el manual Coppola, como la institución sobreprotectora y brutalmente endogámica que da sentido a cada uno de los aspectos de la existencia para bien o para mal, vive en Jack su máxima expresión. Si se quiere, y forzando lo justo, el universo de los Corleone experimenta en este trabajo una reescritura cómico-amable que, a su manera, purga todas las amarguras arrastradas y nunca curadas desde el asesinato de Fredo-John Cazale. El núcleo formado por la madre Diane Lane y el padre Brian Kerwin alrededor de Williams está ahí para sanar. Para sanarse mutuamente.
Con todo, lo verdaderamente relevante, y destacado por el propio director cada vez que ha tenido ocasión, es que Jack es, sin lugar a dudas, la más autobiográfica de sus películas. El paralelismo entre el personaje de Robin Williams y la infancia Coppola es algo más que evidente por dos circunstancias que marcaron la vida del cineasta: el carácter nómada de su familia que le convertía sistemáticamente en el nuevo de la clase (llegó a ser el recién llegado hasta en tres ocasiones en el mismo año) y la poliomielitis que padeció y que le mantuvo asilado en su habitación y con clases particulares durante buena parte de su niñez. Eso le sucede, punto por punto, a Jack. En efecto y por aquello de las conclusiones del silogismo de antes: Jack es Coppola dentro y fuera de la pantalla, del derecho y del revés, tanto en lo que refiere al centro de las preocupaciones que han presidido su cine desde el inicio como en lo que atañe a su propia biografía.
Entonces, ¿por qué Jack resulta tan anómala, tan cursi, tan persistente en su incapacidad de decidirse entre la comedia o el melodrama, entre la película infantil y la fábula adulta, entre el cine más personal de autor y la producción comercial más obscena marca Disney?
En verdad, en la pregunta va la respuesta. Jack es un desenfrenado galimatías desde la primera secuencia a ritmo de conga justo antes del parto hasta el último plano donde se le escucha decir al protagonista, ya anciano con edad de adolescente, aquello de que lo importante es hacer de la vida «algo espectacular». Ni las sutilezas de la magistral fotografía de John Toll que satura los colores para compartir con el espectador la visión colorista infantil de su protagonista, ni las calculadas escenas con el ritmo acelerado que literalmente hipnotizan, ni el siempre entusiasta trabajo de Williams evitan lo inevitable. Jack es, en su rigurosa ortodoxia coppoliana, una rareza permanentemente fuera de registro que no cuenta ni como confirmación del legado de su director ni como experimento para refutar nada. Coppola se envenenó de sí mismo. No será la última vez. Ni elegantemente conservadora ni suficientemente arriesgada. Y extremadamente blanda y, lo peor, condescendiente. Que Bill Cosby figure como profesor antes de que se supieran todas sus tropelías y abusos cuenta como premonición. Y condena incluso.
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1996. Dirección: Francis Ford Coppola. Intérpretes: Robin Williams, Diane Lane, Jennifer Lopez, Brian Kerwin, Fran Drescher. Duración: 113 minutos. Nacionalidad: Estados Unidos.