Graciela Iturbide: «Todo en México es horrible, no podemos permitir más feminicidios ni ataques perversos a las mujeres»

«No he podido dormir nada esta noche, nunca había tenido este insomnio». Y en estas primeras palabras de Graciela Iturbide (Ciudad de México, 1942), con pulcra educación, va implícita la disculpa por el retraso en su llegada. La fotógrafa mexicana, a quien la Fundación Princesa de Asturias reconoció este mes con su premio en la categoría de Artes, se aferra con un brazo a una ayudante. El otro brazo está envuelto en una aparatosa venda. Pide un café solo largo y se acomoda en una silla de la Casa de México en Madrid.

Rodeada por la crudeza y la potencia de las fotografías que componen la exposición Cuando habla la luz, una retrospectiva de su obra con 115 imágenes que hasta el 15 de septiembre estará en este espacio como parte de la programación de PHotoEspaña, Iturbide resulta aún más frágil. Es una mujer menuda, ya entrada en los 80 y tiene una carrera absolutamente inusual. Porque hasta cumplir los 30 y con tres hijos en casa, la fotografía no había sido siquiera una opción. Casada casi en la adolescencia, la mexicana encontró ahí la ruptura con una familia conservadora, con una educación religiosa de absoluto silencio e internamiento en el Sagrado Corazón. «No podíamos ni hablar, pero había una biblioteca del Siglo de Oro español en la que descubrí a tantos autores y aprendí a amar mi soledad», expone la fotógrafa sobre los inicios de su vida.

«Luego me zafé, me rebelé contra la vida, pero en mi fotografía no hay nada de rebelión. Yo me he dejado atrapar por la sorpresa. Mi fotografía es la sorpresa, sin guiones», afirma Iturbide. Esa rebelión fue un divorcio, una entrega al arte de la fotografía y una militancia en el Partido Comunista durante dos años en los que tuvo escondido en su casa al secretario general del partido, Arnoldo Martínez Verdugo, que luego sería secuestrado. «A mí me dieron una educación muy conservadora: tres años con las monjas sin hablar. Mi padre no me dejó estudiar Filosofía y entonces yo me rebelé. Me casé muy joven, empecé a hacer cine y milité en el Partido Comunista. Yo iba a clases de marxismo con los obreros y no entendía ni papa así que por eso ya no seguí siendo militante, me salí, pero seguí ayudándolos porque eran mis amigos».

Ese período es también parte de su obra. Suyas son las fotografías de las marchas políticas que las mujeres de Juchitán, en el estado mexicano de Oaxaca, desarrollaron en la década de los 80. «En mi fotografía está todo, la niña burguesa y la militante comunista. En un momento dado tú vas asimilando lo que viene en la vida y cuando sales a tomar fotos vas trasmitiendo lo que tú sientes», desgrana la mexicana que, indefectiblemente, quedó vinculada a esa ciudad de Juchitán. Durante extensos períodos iniciados a finales de los 70, Graciela Iturbide convivió en su comunidad, un matriarcado en el que las mujeres comercian, gestionan, administran y deciden todo lo que sucede. De esa época es la que quizás sea su imagen más icónica. Una mujer en el mercado lleva cuatro iguanas sobre su cabeza, con la boca cosida, para venderlas como alimento a los vecinos. «No fui a fotografiarlas a ellas, pero fue lo que salió conviviendo con ellas. Ahora muchas son mis amigas, han venido a mi casa», apunta la fotógrafa sobre una serie que la escritora Elena Poniatowska bautizó como Juchitán de las mujeres por su marcado espíritu femenino y también feminista.

«Yo soy feminista, por supuesto, pero mi fotografía nunca lo ha sido. Todo lo que está pasando en México es horrible, pero los feminicidios y esos ataques perversos contra las mujeres no se pueden permitir más. Yo no he podido ni fotografiarlo, no puedo ver toda esa violencia, no he ido a Tijuana y a esos lugares. Tengo muchas amigas que han hecho esos trabajos y son maravillosos como denuncia, pero para mí es horrible enfrentarme a eso», señala la fotógrafa, que dejó de acudir a Juchitán por la presencia del narco. «Ellas mismas me dijeron que no volviera porque hay mucho narco y es muy peligroso. Es una tristeza horrible y en la sociedad civil tenemos que hacer algo para frenarlo. Pero es que ahí se encuentran dos tipos de narco, uno contra otro, y ni siquiera puedes ir a protestar porque te toca un balazo».

En parte por eso, su fotografía ha derivado de lo social a la naturaleza. Las mujeres indígenas y las marchas políticas se han transformado en pájaros, en resto de los volcanes, en piedras… «Las piedras me encantan, las pude tomar en Japón, en Machu Picchu, en México o en Cali. Esto es como los escritores que hacen una novela y quieren que la siguiente sea diferente. Pues a mí me da pena que siempre se vean las mismas fotos mías», señala la ganadora del Princesa de Asturias, cuya fotografía, siguiendo la tradición popular mexicana, está también atravesada por la muerte. «Yo tuve una hijita que se murió con seis años y mi terapia fue fotografiar a los angelitos [niños que fallecen a corta edad] en sus cajitas con flores», comenta junto a una vivencia personal en el cementerio de Dolores Hidalgo, la ciudad que fue cuna de la independencia. «Le pedí permiso a un señor para fotografiar a su bebito. Y te juro que en el medio del camino del cementerio estaba la muerte, un señor hinchado, aún con pantalones. Ahí sentí la muerte y que esta me decía ‘basta ya, recupérate’. Luego aparecieron un montón de pájaros, que yo llamo los pájaros de la muerte. Así empecé a hacer los pájaros de la muerte, de la vida, de la libertad…»

-¿Su visión de la muerte ha cambiado con los años?
– Ahora pienso en la muerte, nacimos para morir, no hay otra. En México jugamos con ella, la lloramos, he ido a fiestas en cementerios… Pero prefiero no pensar en ella porque aún quiero tener más tiempo para vivir y fotografiar. Mi ritual y mi terapia es la fotografía.

Y a ella sigue entregada.