En su tránsito de Siberia a Alcubierre, dos lugares con una densidad de población mínima, la vida de Gata Kamsky (1974) ha vivido varios actos. Su talento es uno de los mayores que ha dado el ajedrez, aunque fuera «inducido» por el egoísmo de su padre, un hombre agresivo, de una violencia afilada en la cárcel y en el ring, la versión 2.0 del padre de Andre Agassi.
Como el tenista, Gata respondió: ganó el campeonato juvenil de la URSS con solo 12 años, poco antes de salir en las noticias de todo el mundo, cuando padre e hijo pidieron asilo en Estados Unidos, en una maniobra bendecida por el FBI gracias a su poderoso efecto propagandístico. Una vez cruzado el telón de acero, fue crucial la ayuda de Fernando Arrabal, que reunió fondos para el joven talento, con el apoyo de otras figuras literarias, como Milan Kundera.
El cambio de vida tuvo un rápido impacto. El primero fue cultural: «Me considero muy afortunado de haber vivido en los 80 y 90, con algunas de las mejores músicas —incluido Michael Jackson—, películas de todo tipo de géneros, mis series favoritas y las novelas de Crichton y Asimov, entre otros». La revolución deportiva no fue menor. A los 16 años, Gata logró un hito nunca igualado: entrar en el top 10 mundial antes de tener el título de gran maestro. A los 17 ganó su primer Campeonato de Estados Unidos y a los 22 se ganó el derecho a disputarle a Anatoly Karpov la corona mundial.
Mundial contra Karpov
Como Bobby, Kamsky colgó los peones después del Mundial, aunque en su caso sin culminar el sueño. «Yo quería ser campeón para que la misión de mi padre acabara y yo pudiera dejar el ajedrez, para vivir por fin mi propia vida. Esa era mi motivación. Para ser honesto, no me importaba tanto como a mi padre, así que simplemente jugué y traté de aprender», apunta.
Justo después, abandonó la escena pública, aunque ni siquiera esa decisión fue del joven ajedrecista: «Por supuesto, la tomó mi padre. Él era quien hablaba en todas las entrevistas, lo que para mí estaba bien. Me alegré de que eligiera ese camino. Yo esperaba quedar libre e ir a la universidad, tener una vida normal, pero las cosas no salieron así y no tuve ninguna libertad. Lo único que lamento es haber pasado los primeros 30 años de mi vida en la prisión que mi padre construyó para mí».
Kamsky estudió Derecho y se dejó deslizar por la cuesta del olvido, hasta que en 2004 sorprendió con un regreso épico: ganó una Copa del Mundo y cuatro campeonatos más de Estados Unidos. «En realidad, no me había retirado del ajedrez, solo del presencial. Pasé cantidades enormes de tiempo jugando por internet y entrenaba a jóvenes jugadores. Jugué miles de partidas relámpago con ellos, lo que les fue mejor a ellos que para mí, porque después competían conmigo en torneos presenciales. El ajedrez profesional es un mundo muy competitivo y extremadamente egoísta o egocéntrico», rememora.
Hace unas semanas, Kamsky fue noticia de nuevo porque pidió a la FIDE un nuevo cambio de bandera. Establecido en Chartres junto con su mujer, la gran maestra femenina Vera Nebolsina y doble campeona mundial (sub 10 y sub 20), ambos han decidido competir para Francia. Es un refuerzo notable para la selección vecina, ya que es el quinto jugador más fuerte del país, a sus 51 años. Como jugador «semijubilado», de momento se conforma con entrenar a jóvenes talentos y participar en las ligas francesa y alemana. Gata y Vera, otra joven de origen siberiano y con una relación difícil con su padre y con el ajedrez, se conocieron hace diez años y han encontrado consuelo mutuo.
El milagro de Alcubierre
En Alcubierre (Huesca) ambos pasaron tres días en las que abrieron sus corazones y participaron en un festival de ajedrez único en el mundo. Con una población que no llega a los 400 habitantes, el municipio atrae cada verano, desde hace 18 años, a una figura de primera fila a su torneo internacional. Por allí han pasado varios campeones mundiales. Kamsky y Nebolsina se enfrentaron a una veintena de jugadores locales en una sesión de partidas simultáneas y el primero ofreció además una exhibición de ajedrez a la ciega, con los ojos vendados.
Después de tantos años, Kamsky es capaz de relatar su vida sin la venda que le puso su padre, un hombre cuyo único objetivo era que su hijo fuera rico y famoso. «No quería que yo sufriera tanto como él. Él escapó de casa y vivió en varios orfanatos por toda la Unión Soviética. Luego hizo amistades peligrosas y tuvo problemas con la ley. En la cárcel, empezó a leer sin parar. Cada vez que nos mudábamos, y lo hacíamos a menudo, él trasladaba su gran biblioteca», recuerda.
«Su gran plan incluía que yo hiciera cosas de adultos y cumpliera un objetivo cada día. Ahí empezaron nuestras diferencias», proseguía Kamsky. «Yo me resistía a crecer demasiado rápido y fui un niño extremadamente callado. Me gustaba observar y escuchar. Él intentó forzarme a hablar, con lo que empezó una gran lucha. Quería estimular mi cerebro, pero cuando fuerzas a la naturaleza a hacer algo, suele pasar lo contrario», apunta.
Violín, piano, gimnasia, lucha…
«Aprendí a leer muy pronto y cada vez me exigía más. Con cuatro años, empecé a tocar el violín y después el piano. Mi padre creía que yo podía ser famoso y nos mudamos a Leningrado. Él trabajaba como fotógrafo y renunció a todo por darme la posibilidad de educarme mejor. Cambió un apartamento de tres habitaciones por una habitación comunal, conviviendo con siete u ocho familias», relata.
«Hay cosas que no puedo mencionar, pero el sistema falló y mi padre no insistió, aunque aún quería que yo fuera famoso. Un día, abrió una revista en busca de profesiones respetables y vio a Kasparov. Pensó que un juego de mesa sería ideal, porque es el único deporte donde no te lastimas físicamente», explica sobre su llegada al ajedrez.
«Ya habíamos probado la gimnasia y era demasiado dura. Mi coordinación era malísima. Intenté un salto mortal, me golpeé la cabeza y él vio de que no era lo mío. Tampoco quiso que boxeara, por mis problemas de vista. Sin una educación profesional, tuvo que experimentar. Susan Polgar también fue la hija mayor y otro experimento, pero sus padres sí tenían formación. Luego, vinieron Sofia y Judit y con esta última la técnica ya estaba perfeccionada», continua.
«Él me dijo que, sin todo esto, yo habría sido un niño normal, que no habría conocido el éxito y la fama, pero yo no tenía esa ambición. No era mi éxito, sino el suyo. Él era el único que lo quería, no yo, aunque probablemente tenía algo de talento», mantiene.
Inicios en el ajedrez
Cuando Rustam Kamsky eligió el ajedrez, Gata respiró. Con la música, le obligaba a tocar canciones populares para detectar los errores. Con el ajedrez tuvo que buscar un entrenador. Fueron al Palacio de los Pioneros de Leningrado y tuvieron suerte, pero no a la primera: «Había muchos entrenadores, pero se negaron debido a su agresividad y a sus exigencias». Entonces vieron a un entrenador mayor, con un pequeño grupo de alumnos. Ellos no lo sabían, pero Vladimir Zak había formado a Korchnoi y a Spassky. «El entrenador se dio cuenta de que, como Viktor y Boris, yo también tenía una infancia difícil. Sintió compasión y aceptó. Fue muy inteligente. Aunque yo no podía contarle todo, un buen maestro entiende el contexto», alaba.
Gata empezó a aprender muy rápido, aunque no tanto como quería su padre. Él había trazado una hoja de ruta implacable: a cierta edad tenía que ser maestro, luego maestro internacional y luego gran maestro. Si no cumplía esos objetivos, sería un fracaso completo. «Muy temprano aprendí que yo era el fracaso, no su plan, así que vivía con esa presión constante. Zak intentó suavizarlo, pero mi padre no quería escuchar. Pensaba que si tenía el control podría lograr cualquier cosa. Él mismo empezó a estudiar ajedrez, incluso más que yo. Se quedaba despierto toda la noche y luego me enseñaba cosas que ni siquiera entendía pero había leído en libros avanzados», apostilla.
«Por un lado, tenía un entrenador maravilloso, con una visión humana, que me ayudaba a encontrar belleza en el ajedrez. Por otro, mi padre me trataba como un experimento y me decía que podía acabar con una vida miserable. Me asustaba con historias terribles. Me levantaba muy temprano y estudiábamos ajedrez antes y después del colegio. Y los fines de semana eran solo ajedrez», continua.
«En casa, teníamos una pared cubierta con diagramas, recortes de periódicos y posiciones clave. Era como un código secreto que tenía que descifrar. Yo me pasaba horas mirando las posiciones sin entender por qué eran importantes. ‘Esto es lo que te separa de los otros niños. Ellos juegan por diversión. Tú entrenas para ser el mejor’, me decía», rememora.
«Con el tiempo, mejoré, gané torneos y empecé a aparecer en los periódicos. Mi padre se enorgullecía y decía que iba a ser campeón del mundo. Todos lo miraban con asombro y con miedo, porque era muy intenso. No aceptaba críticas. Ignoraba los consejos de los entrenadores o se enfrentaba a ellos. Algunos duraban meses, otros semanas. Al final, decidió que él sería mi único entrenador. Yo no conocía otra forma de vivir, siempre con el objetivo de ser el mejor del mundo, a cualquier coste», comenta.
El fracaso del éxito
«En el fondo, yo solo quería ser un niño normal. Jugar con otros chicos, leer mis libros infantiles, soñar despierto, pero nunca lo dije. No podía. Y al tener éxito, era aún más difícil. Todos celebraban los trofeos, los artículos, los viajes. Yo pensaba: si digo que no quiero esto, ¿quién me va a entender?», revela.
Gata se convirtió en un jugador excelente, pero al mismo tiempo empezó a cerrarse. «Me volví más silencioso, más serio. Ya no soñaba tanto. Me costaba dormir. Me sentía solo, aunque estaba rodeado de gente. Nadie me conocía de verdad. Solo veían al niño prodigio, al campeón, pero no al niño que quería jugar al escondite o leer un cuento antes de dormir», explica.
Su padre tampoco lo veía. «Él estaba completamente entregado a su misión. Era su razón de vivir y yo era el medio. No digo que no me quisiera. Estoy seguro de que sí, a su manera. Pero su amor era una mezcla de orgullo, miedo y control. Quería protegerme del mundo y a la vez me aislaba de él», cuenta. Para el resto de padres, deja un mensaje: «Si presionan demasiado y producen daños físicos y psicológicos, muy pocos niños sobrevivirán, y los que lo hagan quedarán marcados de por vida».
«Mirando hacia atrás, ahora entiendo muchas cosas: sus decisiones, sus miedos, sus heridas. No lo culpo. Hizo lo que pudo con lo que tenía: sus traumas, sus esperanzas, sus libros, sus sueños. Me dio una vida distinta, dura y exigente, pero también rica en experiencias. Y aunque a veces deseo que todo hubiera sido distinto, también sé que soy quien soy por todo eso. Tal vez, al contar esta historia, no solo trato de entender a mi padre, sino de entenderme a mí mismo», cocluye.