Elio, en efecto, es una película Pixar. Y lo es por lo que tiene de prodigio técnico, por su facilidad para crear espacios y universos desde cero con el privilegio de la novedad, de la sorpresa, del leve (y seguro que subconsciente) placer de la flotación amniótica (llamémoslo así). Pero no solo por eso. De nuevo, la película se plantea en la línea que separa dos mundos ingrávidos, sutiles, gentiles incluso, y, por supuesto, completamente ajenos entre sí (ahí sucedía en Toy story, Monstruos S.A., Coco, Soul o Del revés, la primera y la segunda entrega); dos universos, cada uno a un lado del espejo, como la metonimia perfecta de lo que significa la propia animación, siempre en el límite exacto de la posibilidad de un sueño. Ya sea por los juguetes que viven de espaldas a la conciencia de sus propietarios, o por las criaturas de los sueños que trabajan en exclusivo horario nocturno, o por los seres del más allá (los muertos de Coco) o del más acá (el alma misma de Soul o los sentimientos de Del revés) que condicionan el presente consciente y vivo de los protagonistas, la gracia de la casa del flexo Luxo ha consistido históricamente en cuestionar la propia realidad. Lo que vemos no es nunca exactamente lo que hay.
La última propuesta de Pixar firmada por Madeline Sharafian y Domee Shi, sobre una idea original de Adrián Molina, insiste en los mismos términos. Ahora con extraterrestres. Lo que abre un mundo de posibilidad si no infinito, sí galáctico. La historia del niño de 11 años del título es la de un crío que encuentra en la posibilidad de ser abducido por los alienígenas la puerta de entrada a otro lugar mejor, más agradable, además de más plural, más diverso, menos excluyente y donde las palabras extraño o extraterrestre o, apurando, inmigrante (por qué no) no significan nada. Es huérfano, vive en soledad su deseo de alcanzar el otro lado y su empeño ocupa cada segundo de una vida deslumbrada por un sencillo mensaje de Carl Sagan. Desde aquí, la película se despliega ante los ojos del espectador como un calculado espejismo de buenos sentimientos, de espacios hipnóticos y de criaturas más o menos inimaginables. Y con Glordon como un personaje memorable. Brillante.
El problema, que lo hay, es el muy poco disimulado esfuerzo de no molestar a nadie. Ni siquiera a los que han hecho de la molestia su forma de estar en y contra el mundo. Y eso ya no es tanto Pixar o, por los menos, el mejor Pixar. Una de las directoras, Domee Shi, se había hecho notar en Red por su tratamiento desinhibido y provocativo de un argumento tan inédito y hasta tabú como la regla. Recientemente conocíamos por The Hollywood Reporter que la historia original ideada por Adrián Molina para la película que nos ocupa era la de un niño representado en código queer. Y que, probablemente, era su condición de diferente en un mundo de orgullosos e intransigentes iguales la que le hacía viajar (metafórica y realmente) más allá de las estrellas para encontrar a todos sus iguales que son, precisamente, los que entienden la diferencia como otra forma, otra forma mucho mejor y más educada, de estar en el mundo, da lo mismo cuál.
El Elio que finalmente vemos, el Elio autocensurado después de que el director original fuera amablemente despedido, poco tiene que ver con la actitud tan cerca de la provocación como del riesgo que ha definido la parte más brillante de Pixar. El de ahora es un Elio masculino sin matices que hace suyo el reglamento del perfecto heterolíder mundial (por eso le toman los marcianos). Está claro que los tiempos no son los adecuados; que el gas o agente naranja, digámoslo así, lo puede todo. Y quizá por ello, ahora el drama personal del personaje de Elio es el mucho más pío de un huerfanito que ha perdido a sus padres y que se ve obligado a vivir con su tía; una tía que no por casualidad es una muy respetable, muy soltera y muy rearmada militar.
Pero no solo es el argumento o, mejor, la modificación que ha vivido el argumento lo que impresiona (y asusta un poco, la verdad). La propia mecánica de la película apela en todo momento a los mecanismos más digeribles y comunes del melodrama en una muy poco pudorosa y en exceso ortodoxa exhibición de lo común, por rutinario. Hay una voluntad explícita y demasiado presente de ser blockbuster en todo momento. Algo que siempre había sido ajeno a Pixar como era el producir una película casi exclusivamente infantil (quizá solo presente en sus trabajos menos inspirados como Cars) ocupa buena parte del metraje. Y descorazona. Descorazona ver cómo el miedo gana terreno, cómo las fórmulas más agresivamente rancias (que si lo woke, que si la cancelación, que si la libertad como bien de consumo…) lo filtran todo hasta desactivar a los mejores.
Aunque quizá todo no sea más que una exageración. Al final, y al margen de lo que pudo ser, lo que queda y lo que es Elio es una película sorprendente en las formas, tierna en la actitud, simpática de puro amable… Y gusta, claro. ¿Habría gustado más de otro modo? Sí, sin duda, pero los tiempos son los que son, están cambiando y, la verdad, algo de pánico dan.
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Director: Madeline Sharafian, Domee Shi. Guion: Julia Cho, Mark Hammer, Mike Jones. Historia: Adrián Molina, Madeline Sharafian, Domee Shi, Julia Cho. Música: Rob Simonsen.