El senador colombiano Miguel Uribe Turbay se encuentra en estado crítico en la Clínica Fundación Santa Fe, en Bogotá, tras haber sido tiroteado por un sicario de 15 años el pasado domingo, cuando pronunciaba un discurso. Estaba hablando de salud mental cuando el disparo alcanzó su cabeza. Su familia ha informado de indicios de mejoría, mientras en la calle se multiplican los homenajes populares con fotos, velas y flores. También crecen las protestas, reclamando justicia.
Es un atentado muy particular, que hay que entender en el contexto de la política colombiana: el intento de cortar las alas a un hombre que aspiraba a ser candidato a la presidencia por el partido derechista Centro Democrático, aunque no partía como favorito. Aunque los partidarios del senador atacan al presidente Gustavo Petro -el primero izquierdista en la historia del país- por «fomentar la violencia», desde el Gobierno se sospecha que hay una «nueva junta del narcotráfico» que podría estar tras el crimen, con apoyo incluso de fuerzas policiales.
Y, aún eliminando el factor doméstico, su intento de asesinato trae a primer plano el aumento de la violencia política en el planeta, los ataques contra mandatarios en ejercicio, en todos los niveles de la administración y la gestión, o a aspirantes a serlo. «Es un problema de la democracia misma», resume Sofia Barancikova, documentalista del Centro para la Democracia y la Resiliencia.
«Siempre ha existido este tipo de violencia. En la Cámara de los Comunes hay unas marcas rojas pensadas para que los diputados no las traspasaran y se pelearan. ¡Y eso era en el siglo XVII! Pero estamos en un momento de generalización y de banalización de las consecuencias, de justificación del fin por encima de los medios, que procede de una suma de extremismos y autoritarismo al alza y una decepción profunda con los sistemas democráticos, que hay que revertir de inmediato», expone.
La analista francoeslovaca pone el inicio de esta tendencia en la crisis económica del 2008 al 2012, que «destrozó la confianza» en políticos o banqueros, en el «ultranacionalismo y ultraproteccionismo» posterior. «Se ha llegado a un punto en el que la violencia se entiende como justificada e inevitable incluso, sea verbal, digital, virtual o física. Es un peligro real para el que tenemos defensas escasas o inexistentes. Hay dirigentes, de toda tendencia, que instigan y legitiman esas acciones», lamenta.
Barancikova entiende que hay un problema político que se ha trasladado a lo social y, por tanto, se ha extendido. «Si crecen los extremos, se usan lenguajes más desinhibidos y se ataca a cualquier adversario, en bloque, sólo por pensar diferente, llegamos a una sociedad más radicalizada también, más polarizada, menos tendente al debate y a entender que el distinto es sólo eso, no un enemigo».
Rachel Kleinfeld y Nicole Bibbins Sedaca publicaron recientemente un informe para el Journal of Democracy en el que apuntan en la misma dirección en su dibujo de la situación y en el diagnóstico. Afirman que hay tres factores que son relevantes. El primero es que «la polarización convence a algunas personas de que la violencia es aceptable para impedir que sus oponentes accedan al poder». Esa intensa polarización política hace que «los votantes sientan que están en una lucha existencial en la que su libertad y la propia democracia dependen de derrotar a los partidos opositores», lo que lleva a algunos de ellos «comprometer la democracia para obtener beneficios partidistas e incluso a excusar la violencia perpetrada por los simpatizantes de su partido».
El segundo de los factores que indican las autoras es el de los partidos políticos extremistas que normalizan la polarización y la violencia, lo que provoca ataques de sus simpatizantes y contra ellos. «La exacerbación y explotación de la polarización existente por parte de algunos líderes políticos para fidelizar a los votantes y aumentar su apoyo. Los partidos también pueden coquetear con el apoyo retórico o incluso más profundo a grupos violentos para intensificar el sentimiento de ‘nosotros contra ellos’ y, con ello, fortalecer su base electoral, intimidar a los candidatos y votantes opositores, y presionar a los administradores electorales, todo ello para aumentar las posibilidades de victoria», escriben.
Finalmente, el tercer gran factor a tener en cuenta es ese grupo de gente que se siente «intensamente desilusionada» con la democracia «y que utilizan la violencia, no el voto, para expresarse», con «la esperanza de lograr algo -cualquier cosa- diferente».
El resultado, resume Barancikova, es «una atmósfera crecientemente más hostil», de personas «más susceptibles a creer el mensaje de sus correligionarios y a desconfiar del de quien está en frente y, por tanto, más porosos a la desinformación». Si se suma la desconfianza respecto a las instituciones, queda un caldo de cultivo «ideal» para la visceralidad. «Si además hay un contexto económico difícil o algún incidente migratorio, sectario o identitario, se pueden disparar las provocaciones», sostiene.
Un problema general
El Global Terrorism Database, el Instituto Nacional de Justicia de Estados Unidos o las investigaciones de la agencia Reuters coinciden en señalar que cuando rompe la violencia puede proceder de actores de todo el espectro ideológico, pero en todos los casos es determinante el «liderazgo», la manera en que los cabezas visibles de los partidos reaccionan a la coyuntura. Puede activar o desactivar los ataques. Las autoras del estudio insisten en esa idea, porque si usan «herramientas democráticas» y se aplica la «rendición de cuentas» cuando las cosas se hacen mal, hay posibilidad de revertir esta tendencia.
Más allá del caso de Colombia, hay demasiados ejemplos que constatan esa generalidad, apenas en un puñado de años. Tenemos el doble intento de matar al presidente de EEUU, Donald Trump, cuando era aún candidato republicano, en julio y en septiembre del año pasado; el ataque a la primera ministra de Dinamarca, la socialdemócrata Mette Frederiksen, en junio del mismo año; el cerco a Sheikh Hasina Wazed, la entonces primera ministra de Bangladesh, que tuvo que escapar del país para no morir (ha tenido 19 intentos de asesinato en 40 años de carrera); en Eslovaquia, su primer ministro, Robert Fico, fue tiroteado en mayo del año pasado; y el principal candidato del Partido Socialdemócrata en Sajonia (Alemania) para las elecciones europeas, Matthias Ecke, acabó grave con varias fracturas.
Si nos vamos al verano de 2022, encontramos el asesinato de Shinzō Abe, que había sido primer ministro de Japón hasta dos años antes- Y algo más lejos, en Reino Unido, fueron asesinados la parlamentaria laborista Jo Cox (2016) y el conservador David Amess (2021).
Barancikova amplía la lista y pide «que no se olviden» incidentes de los que se suele hacer chanza pero que «distan de ser graciosos»: se refiere a esos momentos en los que el presidente de Francia, Emmanuel Macron, ha recibido el lanzamiento de huevos o verduras en actos de campaña o hasta ha sido abofeteado, o cuando el ultraderechista británico Nigel Farage ha acabado con un pastelazo en la cara o con un batido por encima.
«¿Qué pueden lanzar la próxima vez? ¿De verdad es un chiste que nuestros representantes se jueguen la vida haciendo mítines? Hay dirigentes muy bien protegidos porque ya tocan poder y, aún así, se exponen. No vemos mucho en actos a Vladimir Putin [el presidente de Rusia] y precisamente es por seguridad. Hay mucho cargo intermedio o pequeño consejero o alcalde pagándose hoy sus propios guardaespaldas. Una travesura inofensiva puede no serlo», advierte.
Hay datos que avalan ese temor, que no quiere que se entienda como «alarmismo», sino como «toma de conciencia». Por ejemplo, el número de delitos por motivos políticos en Alemania (desde incitación al odio en redes sociales hasta agresiones físicas) aumentó en 2024 un 40,22% hasta alcanzar los 84.172 casos, su nivel más alto desde que se introdujeron las estadísticas en 2001 y donde más de la mitad fue impulsada por ideología de la derecha. Son datos del anuario de la Oficina Federal de Investigación Criminal (BKA) germana, publicados el mes pasado.
La cifra se ha duplicado desde 2019, cuando fue asesinado Walter Lübcke, de la centroderechista Unión Cristiano Demócrata (CDU), a quien un neonazi mató en el jardín de su casa en 2019. Las autoridades de Berlín hablan, directamente, de una «escalada de la violencia antidemocrática». Hay ataques para los ultraderechistas de Alternativa para Alemania (AfD) y para Los Verdes, además de para todas las formaciones que existen en el imaginario ideológico entre ellas. Un problema global.
Si vamos a Francia, la preocupación también está sustentada en datos: las agresiones verbales o físicas a representantes electos crecieron en 2022 un 32%, en un año de enorme tensión porque se celebraron elecciones presidenciales. Pasaron de 2.265 a 2.380. El año pasado, cuando en julio se celebraron elecciones parlamentarias adelantadas, se atacó a la portavoz del Gobierno francés, Prisca Thevenot, y a su equipo, mientras que una candidata de la Agrupación Nacional (extrema derecha) en Saboya, Marie Dauchy, tuvo que renunciar a hacer campaña por seguridad. «El lenguaje entonces rozó el guerracivilismo», dice la experta.
No hay fórmulas mágicas, pero Kleinfeld y Bibbins Sedaca proponen en su informe cinco vías para batallar la violencia política y tratar de erradicarla o, al menos, refrenarla: que esos líderes insistan en la no violencia; que los Gobiernos y los políticos apoyen al Estado de derecho, la rendición de cuentas y una actuación policial equitativa; que los sistemas electorales frenen el extremismo; que las comunidades, a pesar de sus diferencias, se organicen contra la violencia; y que los activistas insistan en la no violencia dentro de sus movimientos, de toda naturaleza, para erradicar esa vía dentro de la sociedad.
Barancikova añade la necesidad de destinar más recursos policiales a detectar tendencias violentas, una aplicación «rigurosa» de la ley en los casos que lleguen a ejecutarse y una mejora en las redes de vigilancia, especialmente en las redes sociales, que aboga por «regular y depurar», algo que se puede hacer «sin violar libertades». «A nadie le gusta reconocer que la violencia es parte de nosotros y, menos, que la apoyamos, pero eso es lo que está pasando, que hay una laxitud que tolera lo intolerable.
Que un incidente pase a desgracia es cuestión de tiempo. Es necesario ya un compromiso contra esta polarización», concluye. Porque está en juego «el mejor de los sistemas conocidos», como la democracia. «Si alguien pasa de adversario a blanco puede renunciar a serlo, dimitir, rechazar una reelección o, en alguien nuevo, renunciar a entrar en política. No se puede convertir en un oficio de héroes».