El asalto que provocó la guerra Irán-Irak y que cambió la carrera de Margaret Thatcher

Prince’s Gate, número 16, South Kensington, Londres. Cerca de la parada de Knightsbrige y delante de Hyde Park. Todas las historia mejoran si incluyen el nombre de una calle, de un barrio o de una estación de metro y El asedio, de Ben Macintyre (Crítica) tiene un escenario tan concreto que incluye hasta los planos de ese número 16 de Prince’s Gate. En ese caserón de estilo georgiano, la República Islámica de Irán tenía en 1980 (y aún tiene) su embajada ante el Reino Unido. El 30 de abril de ese año, en el quicio entre los 70 de Carlos el Chacal y los 80 de Thatcher y Reagan, seis árabes iraníes, seis hombres jóvenes y armados tomaron el edificio y secuestraron a 26 personas, empleados y visitantes de nacionalidades iraní y británica, jordana y pakistaní. Cuando los atacantes hicieron llegar sus reclamaciones a la policía londinense, nadie supo de qué hablaban. Los secuestradores reclamaban el final de la opresión del régimen de Ruhollah Jomeini sobre Arabistán, una provincia del suroeste de Irán poblada por hablantes de árabe. ¿O sea que Irán, la república que encabezaba la revuelta contra el colonialismo, la que habría de causar ese año la derrota de Jimmy Carter por la crisis de la embajada americana, aparecía retratada como una potencia colonial por sus propios ciudadanos musulmanes? Imposible de entender… El mundo, en 1980, ni siquiera estaba muy familiarizado con la diferencia entre un árabe y un musulmán.

El asedio se parece a los libros que le han ganado la fama a Macintyre: Un espía entre amigos, Espía y traidor, El hombre que nunca existió… El asedio es otro relato de no ficción que explica las claustrofóbicas relaciones internacionales del siglo XX desde las historias personales de sus peones. De los espías, de los terroristas, de los soldados, de los ministros… ¿Quiénes eran aquellos árabes que irrumpieron en la embajada? ¿Qué les dolía, qué temían? ¿Eran agresivos o educados? ¿Y los policías y militares que estuvieron al otro lado en una agotadora negociación de seis días? ¿Y sus rehenes?

«Nadie se ha interesado hasta ahora por los secuestradores», dice Macintyre. «Nadie investigó en ellos y no es un caso extraño en la historia del terrorismo. Que conste que tampoco lo es en el caso de las intervenciones militares como la Operación Nimrod de la SAS [la operación del Ejército Británico para liberar la embajada]. Las personas son personajes, no tienen caras. No justifico lo que hicieron estos hombres, pero sí me interesan sus razones. Venían de una comunidad muy maltratada, de un entorno de mucha brutalidad. Tanta brutalidad que, al menos en sus marcos, la toma de la embajada no fue un acto de terrorismo. Fue una protesta. No creían que estuviesen allí para matar a nadie. No querían crear pánico en la sociedad, que es la esencia del terrorismo. Nunca pensaron en morir. Pensaron en volver a casa con regalos para la familia. Yo también me resisto a utilizar la palabra terroristas».

En el retrato de Macintyre, esos no terroristas eran, sobre todo, inconsistentes. A menudo eran amabilísimos con sus rehenes. Después se volvían coléricos y violentos.Por la noche tendían a la melancolía. «No eran verdaderos terroristas, y eso explica su comportamiento errático. A veces eran encantadores, a veces eran crueles y a veces parecían aterrados, agotados, deseosos de encontrar una oportunidad de rendirse. Se presentaron como un grupo, pero nunca funcionaron como tal. Estaban divididos entre ellos, tenían actitudes diferentes hacia su misión y hacia sus rehenes. Eran muy ingenuos. No esperaban encontrarse la situación que encontraron. Los servicios secretos de Saddam Hussein, la Mukhabarat, les convencieron de que aquello iba a ser una excursión carente de peligro. Unos policías desarmados acudirían a escuchar sus demandas, ellos enseñarían un poco sus armas y entonces los meterían en un avión hacia Oriente Próximo con las compras que habían hecho en Oxford Street. No podían ser más inocentes. Los dos jefes tenían 26, 27 años. Sus compañeros eran adolescentes, un poco idiotas».

Macintyre escribe en algún momento de El asedio que con el terrorismo siempre pasa lo mismo: algunos hombres idiotas actúan mientras otros hombres inteligentes los manipulan y siguen a salvo. ¿Eran estúpidos los ocupantes de la embajada? ¿Quiénes manejaban sus hilos? «En lo alto de la pirámide estaba Saddam Hussein. Después, aparece, y es una novedad de este libro, Abu Nidal, el terrorista más temido de su tiempo. Abu Nidal era una especie de empresario del terrorismo global. En 1980, trabajaba para Irak en contra de Irán, antes de que empezara su guerra. Y un poco más abajo, aparece una figura más esquiva, un hombre que acompañó al comando a Londres, y actuó como su coordinador de operaciones. Les consiguió alojamiento, comida, armas, planos, les explicó la operación y les dijo que debían actuar a las 11.00, no antes. A las 11.00, ese hombre cogió un avión a París. Se dice que está vivo, que se llama Sami Muhammad Ali y que la policía tiene una fotografía suya. Yo la he visto, pero dudo».

¿Era su causa razonablemente justa? «Supongo que sí. Desde el punto de vista del Gobierno iraní y de la mayoría iraní de lengua farsi, esta gente era un grupo terrorista y separatista que querían romper Irán. Bueno, al respecto, le puedo decir con certeza que eso no es cierto. Ellos no querían separarse de Irán, querían algo de autonomía política y que los niños estudiasen en árabe. Es cierto también que, llevaban casi un siglo de represión brutal, diseñada por los sucesivos regímenes de Teherán. La razón era el petróleo. La provincia de los árabes tiene petróleo. Hoy sobrevive un tímido movimiento que se enfrenta a la represión brutal de la Guardia Revolucionaria».

Macintyre se refiere a la República Islámica como a un sistema fascista-religioso. ¿Lo era en 1980? Cuando Sadegh Ghotbzadeh, el ministro de Exteriores de Teherán supo del secuestro de la Embajada, su respuesta fue fascista y religiosa, sí: le hizo saber al Reino Unido que no negociaría nada, que cualquier concesión sería vengada y que los rehenes iraníes estaban encantados de morir como mártires y de subir al paraíso. «No hay ni un filamento de enfrentamiento entre civilizaciones ni religiones, en este conflicto», aclara. Fue una protesta exclusivamente política. Los árabes eran chiíes como los iraníes de Teherán».

¿Y al otro lado? El asedio también habla de los policías que trataron de convencer a los ocupantes de que se entregaran y de los soldados que acabaron la tarea a sangre y fuego.

-¿Habría sido diferente esta historia en París, con Mitterrand?

-No lo había pensado. ¿Hay algo esencialmente británico en esta historia? Quizá sí. El enfoque de la policía, para empezar. Intentaron persuadir a estos jóvenes perdidos de que podían encontrar un final incruento al asalto. Intentaron convencerlos, ser sus amigos… Y, después, mandaron al Ejército a asaltar la embajada, de modo que supongo que ese enfoque fracasó. Sospecho que Mitterrand habría mandado al Ejército antes porque era su manera de confrontar a aquellos que desafiaban al poder del Estado. Viví en París en esa época y siempre vi a Mitterrand como a un político de los de la ‘galleta dura’, que es una expresión muy británica. Creo que habría mandado a las tropas antes y habría muerto más gente. En Estados Unidos también habría sido otra cosa porque el umbral del dolor de la sociedad ante un tiroteo es muy bajo. Y hay algún referente de los países escandinavos. En el caso que dio el nombre al Síndrome de Estocolmo… Bueno, todo era más sencillo porque el secuestrador era un delincuente un poco descerebrado. La estrategia fue hablar y hablar hasta que se entregó.

«Yo creo que los secuestradores no iban a tardar en rendirse. Con un poco más de voluntad…», dice Macintyre. «Y creo que Margaret Thatcher fue la figura que hizo pivotar la historia. Lo mejor y lo peor de Thatcher está en el secuestro de la Embajada. Lo mejor: fue extremadamente clara. Puso un objetivo preciso a los negociadores, les dijo lo que quería y qué podían ofrecer, sin cambios de opinión. Dejó claro ante los militares y los policías que asumiría la responsabilidad. ‘Será mi cuello el que esté ante el verdugo’. Ya no hay políticos que digan cosas así. ¿Lo malo? La dureza, la rigidez. Estaba convencida de que tenía razón. Y hubo algo de apuesta personal en este caso. Thatcher necesitaba consolidar su posición y la embajada fue, en parte, si apuesta. Transmitió la imagen de que el ReinoUnido devuelve los golpes. A mí no me gusta pero a la gente sí».

El asedio no es una novela así que se puede contar algo de su desenlace. Uno: el ministro Ghotbzadeh murió ejecutado por su régimen en 1982, acusado de espiar para Israel.Y dos: Trevor Lock, un bobby londinense retenido en la embajada como rehén, se comportó como un héroe.Durante los días anteriores pensó de sí mismo que era un cobarde.