Blue Moon: la Berlinale se rinde a Richard Linklater y Ethan Hawke en una bella, triste y divertida exhibición de cine desde la palabra (*****)

Alguien dijo alguna vez que la puesta en escena es aquello que va más allá de la palabra. Y cuesta llevarle la contraria. Al fin y al cabo y como bien nos han enseñado directores como Richard Linklater, desde la composición de los elementos que conforman las imágenes y las interpretaciones (eso es la puesta en escena en su definición más torpe) cobra sentido y forma el mismo tiempo. Y la propia palabra. El texto vendría después (o antes), pero siempre como un elemento dentro del entramado de imágenes que son palabras y palabras que son imágenes. Pues bien, Blue Moon, la última película de precisamente Linklater, del responsable de la trilogía de Antes de, es básicamente una refutación de todo lo anterior y, apurando, de sí mismo. En este caso, todo es palabra, pero palabra perfectamente coreografiada, ordenada, inspirada y hasta esculpida en cada uno de los huecos que deja el tiempo a su paso, que son muchos. Aquí, un poco de dolor; allí, el espacio justo para una anécdota tan liviana como divertida, y un poco más allá, una honda tristeza que todo lo arrasa. Eso es una película esencialmente bella. Y triste. Y divertida. Diminuta en su composición («pieza de cámara», la llamó el propio director), pero muy cerca de la obra maestra. Sin duda, el mejor trabajo de la Berlinale.

En su vocación por llevarnos y llevarse la contraria, el director maestro de la elipsis en cintas como Boyhood (una vida entera, real y verdadera en una película) se decide a contar los mismos 100 minutos que ocupan el metraje de la película. No hay saltos. Apenas uno al principio de unos pocos segundos que anuncia la muerte que vendrá del protagonista. Lo que sigue es un trozo de la noche del del 31 de marzo de 1943, en la que el legendario letrista Lorenz Hart (Ethan Hawke) y colaborador eterno del músico Richard Rodgers (Andrew Scott) se enfrenta al triunfo de este último con el musical de Broadway Oklahoma!; obra que marca la ruptura de los dos y con la que el primero nada tiene que ver. Todo discurre en el interior del bar Sardi’s donde un público entusiasta celebra el triunfo el día del estreno. Mientras, nuestro héroe se lanza a casi un monólogo tan deslumbrante como tenso, profundamente herido y a la vez muy cerca del delirio. La vida, dice el protagonista, de repente se vuelve obsoleta.

Cuenta Ethan Hawke que lo que más le llamó la atención de este guion firmado por Robert Kaplow –un libreto que cayó en sus manos hace más de una década y que ha estado detenido de forma perenne– fue la evidente bondad de los personajes. «Es gente que intenta ser amable con los demás y, pese a ello, se hacen daño, se lastiman sin querer», reflexionó ante la prensa por aquello de colocar la película en otro lado. Estamos demasiado acostumbrados últimamente a dramas que directamente viven de maltratar a sus personajes en un intento entre cínico y solo estúpido de parecer inteligentes. No es el caso. En Blue Moon, el protagonista hace esfuerzos por reservar todo su veneno para sí mismo. Es un hombre profundamente enamorado y profundamente rechazado; dueño de un talento descomunal y a la vez admirador del genio, cuando existe, de los demás. En él, en todas y cada una de sus debilidades, se hace fuerte Hawke en una interpretación descomunal y honda, tan afligida como reconocible. Ha tardado una vida entera y no sé cuántas películas al lado de su director Linklater para llegar hasta aquí.

Blue Moon discurre por la pantalla como una tragedia antigua pero sin dejarse llevar a los lugares tan comunes y cansinos de la nostalgia, las frases hechas y la derrota ritualizada con la eucaristía del alcohol. La melancolía está presente pero en cada una de las palabras entusiastas de un hombre que ama a una joven (brillante Margaret Qualley) que le corresponde, pero mal, «pero no de esa manera», como él y ella dicen. Él lo sabe y asume la catástrofe con poética desesperación, que es justo lo contrario a la sobrevalorada deportividad. Hart/Hawke cita sin parar Casablanca, la cinta mítica que cualquiera cita, pero lo hace solo atento a las frases más claras, sinceras y, admitámoslo, menos citables («Nunca había amado a nadie como a ti», señala como la mejor frase jamás escrita). Y bebe, el protagonista bebe, pero lo hace sin aspavientos, sin imitar a tanto náufrago del verso libre. Él lo hace porque no le queda más remedio y porque nunca ha quedado clara del todo la función del hígado.

Lo que se reivindica en definitiva es el sentido del arte en su radicalidad ajena a los tiempos que corren. Hart/Hawke huye de la música como simple entretenimiento, como refugio para huir de eso que el tiempo ha dado en llamar vida. El suyo, y de ahí su obsolescencia y su derrota, quiere ser un arte incómodo, incluso ofensivo, para intervenir en la misma vida, para cambiarla, para hacerla quizá más incómoda, pero mucho más plena. «Para que el arte incómodo tenga un lugar en nuestra conversación, tiene que ser importante, y cuando priorizamos el dinero a toda costa, lo que obtenemos es material genérico que atrae a la mayor cantidad de personas. Nada más. Y nos dicen que eso es lo mejor», comentó Hawke metido en la piel de sí mismo.

Digamos que Blue Moon acepta su tamaño de película casi intrascendente, mínima, quizá hasta innecesaria. Pero lo hace con tanto gusto, con tanta claridad y con tanta grandeza que no queda otra que rendirse. Dice el director que solo aspiraba a reproducir lo que provocan las canciones de Richard Rodgers y Lorenz Hart; una especie de sentimiento tenue cuyo argumento no es otro que la emoción, la emoción más profunda. Y acierta. Lo que surge, a un lado el cancionero de la pareja, es una película eminentemente bella. Y muy triste. Y divertida cuando quiere. Y todo ello construido con la palabra como escenario y, más importante, como alma del propio tiempo.