Balenciaga o la trampa de la posmodernidad

La leyenda de Cristóbal Balenciaga es mayor cuanto más se aleja Balenciaga, la marca que él fundó en 1937, de los principios del couturier español. Hoy ambos Balenciaga poco tienen que ver: mientras en los museos se veneran creaciones originales de Cristóbal, Omar Montes acude a El Hormiguero con una chaqueta de chándal con una inscripción en el pecho: Balenciaga. Esto no es una metáfora: ocurrió el año pasado.

Propiedad del holding francés Kering desde 2001, Balenciaga opera ahora como una marca de lujo aspiracional: lanzamiento incesante de productos, obsesión con la viralidad, necesidad permanente de atención y no demasiada preocupación por la calidad de sus productos. Cristóbal Balenciaga hacía justo lo contrario. A él jamás se le habría ocurrido poner su nombre en la espalda de una camiseta de algodón. Sí le habría gustado, desde luego, saber que esa camiseta se vende por casi 700 euros. Chaquetas como la que llevó Omar Montes en El Hormiguero rondan los 2000. Prendas similares abundan en lugares como gimnasios, discotecas e Instagram. Muchas son falsas. Kering no desglosa las cifras de negocio de sus marcas, así que es difícil acallar los rumores de que Balenciaga no es rentable. Pinta mucho, pero vende poco.

El experto en moda Eugene Rabkin no es el único que insinúa que la presencia cultural de marcas como Balenciaga no está correlacionada con su negocio. Rabkin cita a Daniel J. Boorstin, uno de los teóricos de la hiperrealidad y la posmodernidad. Para Rabkin y para Boorstin (y para mí) cada vez más productos se han convertido en simulacros, envoltorios, símbolos y, lo peor de todo, «experiencias». Todos son post-algo o hiper-algo. No tienen sentido por sí mismos, sino que «significan» cosas. Una chaqueta es su logo, una camiseta es el mensaje de «he pagado 695 euros por esta mierda» y una película es su trailer, el evento para verlo (esto es verdad, ocurrió esta semana) o la exposición de dinosaurios de plástico que hará que la película de dinosaurios infográficos que verás en unas semanas esté más completa. Esto último también es verdad, me ocurrió a mí mismo la semana pasada.

Es como si nada tuviese ya entidad propia. No hace falta saber de moda para alucinar con un vestido de Cristóbal Balenciaga de los años 50, pero es imposible justificar una camiseta carísima, agujereada y estampada con la cara de Isabelle Huppert, sin recurrir a conceptos etéreos y palabros. Balenciaga no sabía qué eran el branding, lo trendy y lo aspiracional. Yo tampoco sabía que necesitaba una camiseta carísima, agujereada y estampada con la cara de Isabelle Huppert. Mierda: la trampa funciona.