A Complete Unknown: un gran Timothée Chalamet en un Dylan para devotos (***)

Toda interpretación de un personaje real es por fuerza pura ficción. La realidad, así en bruto, no es más que un continente vacío, un mapa de un territorio demasiado vasto para que tenga sentido. El problema es cuando el relato, el cuento o la abstracción (todo eso es el mapa) no se refiere a territorio alguno porque, quizá, hace tiempo que se perdió el vínculo con lo que quiera que llegó a ser real, con el propio territorio. De Bob Dylan, por ejemplo, solo nos quedan simulacros. Nada se sabe de él que no tenga la forma de mito. Pocos personajes ha dado la modernidad tan esencialmente antiguos. De hecho, su existencia es más la de una civilización perdida que la de un simple mortal. A Complete Unknown, de James Mangold, es exactamente eso: la reproducción por enésima vez de cada uno de los lugares comunes que configuran el mapa eterno del músico que inventó nuestro mundo inventándose primero a sí mismo. Y ahí reside su mayor virtud y, admitámoslo, su condena. Por momentos, más que una película al uso, la propuesta del que ya fuera recreador de otro mito, el de Johnny Cash en En la cuerda floja, se acerca a la eucaristía y pide más un devocionario que una simple entrada para ser vista.

Quizá por ello, por lo que tiene todo de relato sagrado, justo es reconocer que lo de Timothée Chalamet en el papel de Dylan bien podría pasar por milagro. El mismo viernes hizo su presentación en la Berlinale y, en consecuencia, gozó de un recibimiento propio de mesías. Y van dos con Dune. Él fue el único representante de la película en la Berlinale en el papel no tanto del personaje que le toca en la cinta, que también, como de candidato al Oscar. «Todo fue por ósmosis», dijo en cuanto cayó en su zona la primera pregunta con forma de halago. Y siguió: «Mi empeño fue acercarme al modo en que tocaba en directo, que difiere a como suena en los álbumes. Y me arrojé a vivir con él y con todo el material sobre él durante cinco años y medio. Pero no como una obligación, no como trabajo. Bob Dylan se convirtió en una luz brillante para mí y me guía hasta el día de hoy«. Amén.

Lo cierto es que desde su primera aparición en pantalla, Chalamet, el mismo que viste de avispa en Berlín, deja poco espacio para la duda. Apenas surge haciendo autostop con su guitarra al hombro camino de Nueva York y ya queda claro que algo está a punto de suceder. Y lo que sucede es una canción. Toca Song to Woody a la vera de precisamente un Woody Guthrie agonizante en el hospital y todo cobra sentido. Una preciosa y precisa voz de chicharra torturada desgrana cada una de las letras del genio y, sea por la ósmosis de antes o por metempsícosis, Dylan o, mejor, el Dylan divinizado que quiere el director aparece en toda su perfección. Nada que objetar a probablemente el actor más fiable de su generación, él mismo camino de su propio mito. Es así.

Mangold ofrece el biopic protocolario y riguroso que promete, pero con una variación brillante. Las canciones discurren por la pantalla muchas de ellas de forma completa y siempre integradas en la propia narración. Por momentos, se diría que la película se acerca más al género musical clásico que al drama convencional salpicado de canciones. Cada tema de sobra conocido se presenta cosido a la realidad en la que nace y se hace. Y eso vale para The Times They Are A-Changin ante el público en Newport que lo recibe por primera vez como si fuera la sintonía de su propia vida; que para Master of War en el momento en el que estalla la crisis de los misiles, o para el primer ensayo en compañía de Joan Baez (Monica Barbero) de Blowin’ in the Wind. Más adelante, otra vez con Baez y con su otra amante (Elle Fanning) como testigo, Chalamet/Dylan interpretará It Ain’t Me Babe y en el desgarro de la letra que anuncia el abandono de todo que no sea él mismo («No soy yo a quien estás buscando, babe») se expondrá la moraleja de todo este melodrama: Dylan es el que es (y el que fue) por su capacidad infinita de adaptación, de comprensión de los nuevos tiempos, de, en efecto, traición a los suyos. De eso va todo esto: de renuncias y egoísmo que crean mundos, nuestro mundo.

«Hay que tener cuidado con cualquiera que diga que tiene una solución»

¿Cree que Dylan tiene algo que decirnos en precisamente este mundo de populismos, ascenso de la extrema derecha y demás? «Lo primero», responde Chalamet (que no Dylan, ni Chalamet en el papel de Dylan), «es que no puedo hablar por una persona que está ahora mismo en Malibú». Pausa. «Si nos fijamos en todo el legado de Bob –y no aburriré a todo el mundo con la clase de historia–, lo que él realmente hizo fue todo lo posible para no ser catalogado como activista a pesar de que su música era muy reflexiva. Hizo todo lo posible para no ser definido nunca». Cuando vuelva a aparecer la pregunta, Chalamet (que no Dylan) se atreverá a ir un poco, solo un poco, más allá: «Lo único que puedo decir que he aprendido en todo este proceso es lo mismo que aprendí con Dune: hay que tener cuidado con cualquiera que diga que tiene una solución. La advertencia de Frank Hebert, que estaba en la Costa Oeste escribiendo cuando Dylan estaba en la Costa Este, es muy similar a la de Bob Dylan: Ten cuidado con las figuras de culto que se pongan en tu camino». Queda claro. O casi.

Tal vez por lo que acaba de decir Chalamet, Dylan se volvió eléctrico: por abominar del gurú que iba camino de ser. A Complete Unknown, por supuesto, tiene su cima y hasta su catarsis en este momento, en el instante de la renuncia, en el episodio más célebre y celebrado de la historia del rock, de la música popular y del pop en su sentido más amplio. Basta volver a ver No Direction Home para orientarse en el territorio del que la película de Martin Scorsese (que no la de Mangold) es el mapa más preciso. Bob hizo pop entonces y Bob-Chalamet vuelve a hacer pop ahora mismo transformado, y para siempre, en la figura de culto que intento no ser. La ironía superlativa (ironía que la película trata como un drama de enredo) consistió en precisamente eso: por huir de su destino, Dylan completó su destino de manera rigurosa y por encima de cualquier expectativa imaginable. Quedó demostrado una vez más que en nuestra ansia por consumir hasta la renuncia al propio consumo es ella misma perfectamente consumible.

Sea como sea, lo que queda de verdad en el ejercicio de estilo que es la película de Mangold es la perfecta descripción y recuperación del mito y del mapa cuando ya del territorio no queda nada. Un perfecto y bello simulacro, pero simulacro al fin y al cabo.