Platón, siempre él, distinguía entre los placeres ciertos, los que provocan una dicha o deleite por sí mismos, y los falsos, los que simplemente satisfacen una carencia. A estos últimos adscribía el filósofo los placeres morbosos. El morbo es por definición una enfermedad, una privación. No cura, por tanto. Saturno, de Daniel Tornero, es documental y, a su modo, nace todo él de una carencia, de la necesidad de comprender qué llevó al abuelo del propio director a cometer el más abominable de los crímenes. O uno de ellos. «Todo ocurrió en 2018 y me llevó varios años procesarlo con mi familia. Sin nunca entenderlo del todo. En 2020, les planteé hacer una película que me ha llevado tres años y más de 60 horas de grabación», comenta el cineasta consciente siempre de que lo que hacía y proponía tenía algo de, quizá, morboso. El abuelo fue primero acusado y luego condenado de abuso y corrupción de menores. También tuvo que responder a la acusación de secuestro que, finalmente, quedó en coacción. En total, siete años de una pena que acaba de empezar. «Fue llevado a prisión en el momento justo en el que acabé la película», precisa Tornero.
Y sin embargo y pese al reclamo de lo evidente, nada de Saturno tiene que ver con el morbo. Con el placer tampoco, pero con ese gusto bastardo y malsano de hurgar en lo que nos hace peores, nada en absoluto. Construida a través de largo planos, el documental evita el perezoso recurso de las entrevistas para dejar que las conversaciones fluyan. La puesta en escena (o en situación, mejor) lejos de recrear nada, crea la misma vida. Y así vemos como la familia Tornero (abuelo criminal incluido) se desangra contra la íntima carencia de lo oscuro, de lo incomprensible, de lo sencillamente inaudito. De lo peor.
«Me niego a creer que la película tenga algo así como un sentido curativo o catártico. ¿Cómo curarse de algo así? Prefiero pensar que durante el largo proceso de rodaje ha habido una transformación», comenta Tornero. El director se refiere a sí mismo, pero en verdad, alude a todos y cada uno de los miembros de una familia a brazo partido contra sí misma. Solo el propio abuelo parece ajeno a nada que no sea él mismo, encerrado en una culpa que le sobrepasa, le puede y le condena. El resto se debate contra una larga sombra que todo lo cubre. En un momento dado, en el instante más grave de la película, el padre del cineasta e hijo del pederasta rompe a llorar. Le sorprende la emoción, pero, en realidad, lo que no puede dominar es el miedo, el auténtico pánico a padecer una herencia no solo terrible sino profundamente injusta. «Al final y desde el principio, mi película no es sobre la pederastia, sino sobre la herencia, la paternidad y esa masculinidad nociva que para nada es algo extraño. Está entre nosotros», razona con razón, y sin morbo, Tornero.
Saturno juega en todo momento a ser lo contrario de lo que podría haber sido, no exactamente de lo que parece. Se presenta desde la sinopsis como un ejercicio presuntamente morboso de introspección y acaba por ser una radiografía precisa sobre los mecanismos del horror que nos conforman. A todos. Se diría que la película habla únicamente de los que hablan y, a medida que avanza, se convierte en un retrato ajustado de todos nosotros, de los que escuchamos, de nuestras dudas, de la posibilidad de vernos sorprendidos por lo peor. En definitiva, es una película sobre la familia, cualquiera de ellas, sobre cómo la familia nos explica lo que somos y lo que nos falta. Nuestras carencias. Nuestros morbos razonados sin morbo.