Muere a los 70 años Jorge Martínez, líder de Ilegales y del punk español más homicida y quirúrgico de los años 80

Ha muerto a los 70 años Jorge Martínez, líder de Ilegales y a la sazón del punk español más homicida y quirúrgico de los años 80. Ha sido en el Hospital Universitario Central de Asturias (HUCA), en Oviedo, donde llevaba varias semanas ingresado por un cáncer que el pasado septiembre le obligó a cancelar todos sus conciertos.

Pero antes que nada, una premisa: no hablamos de ningún troglodita, ni de ningún salvaje (ni siquiera bueno), aunque esa fuera la imagen que él tantas veces quería vender, la del macarra que iba «a toda hostia por la carretera».

Y la vendía sin descanso, desde aquella foto en que sostenía el stick de hockey con el que te iba a partir la cara, envuelto en un abrigo como de nazi huido al sur y con careto de enfermo mental -una jeta muy John Lydon por cierto-.

Y es que Jorge, o más bien a Jorjón, como le llamábamos en Oviedo -por cuyas calles más oscuras no dejabas de encontrártelo hasta las últimas consecuencias, aunque él anduviera agotado de esperar el fin-, siempre iba disfrazado de Jorjón.

La sempiterna chupa de cuero con la que te imaginabas que dormía, la calva en todo lo alto como aguardando el botellazo ajeno, y esa altura desde la que te miraba con un afecto innecesario y extrañamente real.

Debajo de toda aquella parafernalia, había un tipo culto y muy deudor de algunos clásicos, más leído de lo que a él le gustaba admitir, en realidad una especie de tradicionalista cultural que honraba esa misma tradición destruyéndola: para renovarla o por el puro y muy humano placer de reventarla a hostias.

Él era el que vigilaba los juegos de los niños, el que amaba la batalla desde los soldaditos de plomo infantiles que nunca dejó de coleccionar de adulto (si es que llegó a serlo), y en cuyo impulso vital, que nunca se abstrajo de obedecer, siempre bullía eso mismo: el conflicto, la guerra y la muerte como parte esencial de la vida.

Nacido en Avilés en 1955 en una familia con antecedentes nobiliarios, Martínez anduvo de trastada en trastada (también ahí había, probablemente, un poco de literatura) hasta que decidió que lo suyo era la música -primero los inevitables Beatles, luego ya el fulgor criminal del punk- y se inició en las orquestinas, que le facilitaron un paso más que fugaz por la Facultad de Derecho de Oviedo.

Después de ganar la primera edición de la Primera Muestra de Pop Rock de Asturias en 1982, Ilegales consigue grabar su primer disco un año después, con la mítica portada suicida de Ouka Leele y en Fonográfica Asturiana, se dice que gracias al apoyo de un ya muy establecido Víctor Manuel.

Desde esas letras absolutamente disolventes, Jorge Martínez se presentaba en realidad como un depurado producto de aquella España de posguerra en que los niños se destrozaban los zapatos persiguiendo ranas en los charcos de los descampados, flipando con la música de la radio y más tarde buscando gresca en las fiestas de ‘prao’. Y hallándola.

De ahí saltó al escenario como si este fuera Stalingrado en 1942, con la granada ya sin espoleta a la espalda, y tuvo la suerte de hacerlo justo cuando este país se convertía en otro: él fue uno de los pocos que puso una banda sonora crudamente real a aquel tiempo.

Le tocó la parte dura, siempre hay alguien que tiene que hacer el trabajo duro. Él mismo cantaba, desde su cara de conejo, que su risa era «un lamento que no podía contener».

Los 80 fueron, así, sus años de oro, con discos certeros e impávidos como ‘Agotados de esperar el fin’ (1984), ‘Todos están muertos’ (1986) y ‘Chicos pálidos para la máquina’ (1988), y canciones-bisturí como ‘Bestia, bestia’ o ‘Destruye’.

Musicalmente ni era ni quería ser Mozart, y ese piñón fijo new wave pronto pasó de moda -tanto como el punteo filigrana, aunque él lo usara como quien pincha globos oculares con una navaja-. Pero pocos letristas del pop rock en castellano han explorado las expuestas llanuras en que él se atrincheró, porque eran su casa.

Los 90 y los 2000 los vivió manteniendo vivo el fuego, disparando igualmente tras el parapeto ‘Regreso al sexo químicamente puro’ (1992), ‘El apostol de la lujuria’ (1998) y el directo ‘El día que cumplimos 20 años’ (2007).

Quizás ahí se vio, todo más atemperado, que engañaba mucho Jorge Martínez: lo que antes parecía transgresión, en realidad relucía de pronto como brutal, desopilante realismo. El juego a los dados con la muerte no podía ser más vitalista.

Y cuando bajó la marea le dio igual, vivió 30 años desde la barricada de sus movidas, guiñándole el ojo al cha-cha-cha (con Los Magníficos) y a lo que fuera, enarcando las cejas mientras observaba la noria de las tendencias, decididamente a lo suyo porque lo hubiera hecho aunque nadie jamás le hubiera prestado atención -lo que se retrata vívidamente en el documental ‘Mi vida entre las hormigas’-.

Eso, y girando sin parar (por España y Latinoamérica) como las orquestas de las que había formado parte de chaval, y pegando la hebra con quien fuera en Oviedo, lo mismo tomándose un vino con Rubén en el Diario Roma que recorriendo Cimadevilla de arriba abajo, ahora ya como particular metrónomo de estos tiempos nuevos y salvajes.

Curiosamente se pira Jorjón -que acababa de presentar nuevo disco, ‘Joven y arrogante’– ahora que el mundo parece estar de nuevo en parecido lugar en que él sintió la necesidad de ametrallarlo con sus primeros estribillos. Él lo dejó dicho, y probablemente por un rato también le sucederá a sus canciones, que se niegan a fenecer: nada (o prácticamente nada) cambia. Y menos en el oscuro corazón del hombre, siempre «un animal extraño».