La acumulación de deuda compromete las finanzas de los países del G-7 y agita los pilares del capitalismo

El G-7, el bloque de los países más ricos del mundo, está altamente endeudado, y lo que es peor, aumentará sus obligaciones de pago en los años venideros de forma especialmente intensa, lo que puede desembocar en amenazas cada vez más serias de .

La solvencia de las potencias industrializadas ha dejado de ser un principio sacrosanto. Desde hace tiempo se suceden avisos del triunvirato de agencias de calificación, Standard & Poor’s, Moody’s y Fitch Rating. Estas entidades privadas ejercen sin tapujos el poder de calibrar la solvencia de la deuda soberana -la ligada a Estados-, corporativa, bancaria y de hogares de todo el planeta con sus notas de evaluación.

El dictamen que más suspicacias de suspensión de pagos levanta es, por increíble que parezca, el de la primera economía del planeta, Estados Unidos, que siempre había ostentado el más indiscutible de los estatus de inversor internacional. Con él ha accedido automáticamente a fuentes de financiación exterior, pero hace tiempo que ha perdido la calificación triple A, la más alta, de todas esas agencias: en 2011 fue S&P, en 2023, Fitch y la pasada primavera, Moody’s.

Esta semana, la primera de esas agencias, S&P, confirmó la nota de solvencia (AA+) para la deuda soberana estadounidense con perspectiva “estable”. Cree que los “significativos” ingresos por aranceles impulsados por el presidente estadounidense, Donald Trump, pueden compensar los aspectos de su política fiscal que incrementan el déficit.

Pero muchos expertos opinan que la senda fiscal de la versión Trump 2.0 no resulta acorde a una adecuada gestión de ese déficit, que amenaza con llegar hasta el 9% del PIB en la próxima década, trasladando su indisciplina presupuestaria a una deuda que supera los 36,5 billones de dólares, ya roza el 125% de su PIB y crece a razón de 1 billón cada 100 días.

Los mercados pueden seguir eludiendo la , pero muchas voces advierten de que tarde o temprano tendrán que realizar un acto de contrición y purgar sus pecados de codicia. La amenaza de un cese de pagos de las economías más pudientes se vislumbra como una posibilidad tras años de persistente negativa de estos países a cualquier intento de reestructuración de las deudas públicas que no pasara por el llamado Club de París, o por su equivalente para los pagos entre agentes privados, el Club de Londres. De forma bilateral, tampoco han sido propensos a condonar vencimientos urgentes con naciones en desarrollo y de rentas bajas.

Los mercados de bonos, sobre todo los del Tesoro americano a 30 años, son los que descuentan con precisión la confianza en la prosperidad de EEUU. Y muestran nerviosismo, siguiendo la volatilidad bursátil que se ha asentado tras el retorno de Trump, pese a los máximos históricos en los que cotiza el Dow Jones estadounidense, y por los temblores sísmicos que esconde la política presupuestaria, arancelaria y proteccionista del líder del MAGA.

Deuda a la deriva

El encarecimiento y el repunte de rentabilidad de las emisiones de bonos americanas han contagiado a los títulos del Tesoro a 10 años y alterado las primas de riesgo vinculadas a este valor y al dólar americano, de capa caída. Lo han hecho como nunca desde 1973, en plena crisis del petróleo. Mientras, el precio del dinero de la Fed, situado entre el 4,25% y el 4,50% para contener la persistente inflación, ha llevado la factura de los intereses de pago por encima del billón de dólares, lo que explica las persistentes presiones de Trump sobre el máximo responsable de la Reserva Federal, Jerome Powell, para que baje los tipos. Una puerta que el presidente del organismo dejó abierta el pasado viernes en la tradicional reunión de banqueros centrales de Jackson Hole, aunque Powell habló de un escenario de “riesgos económicos cambiantes”.

No son, pues, los mejores presagios coyunturales para abordar una corrección de las deudas de los socios del G-7. Jamie Dimon, director ejecutivo de JP Morgan, ha hablado de “grieta en el mercado de bonos” por el “gasto excesivo e imprudente” y una “pésima gestión fiscal” de la Casa Blanca. Ray Dalio, dueño de Bridgewater, ha fijado un plazo de tres años para un “infarto” financiero que llevaría a EEUU a declarar la primera suspensión de pagos de su historia.

Ambos han incidido en el temor al colapso entre los grandes compradores de bonos americanos, principalmente firmas aseguradoras y fondos de pensiones, un fenómeno que también ha emergido en Japón.

La cuarta economía global, enfermo económico del planeta desde hace ya tres décadas y emblema del capitalismo asiático, es el mercado más endeudado del club de países ricos, con un 235% de su PIB, no muy lejos de Sudán, que encabeza el ranking mundial con un 252% como consecuencia de un prolongado conflicto bélico. Japón lleva 30 años de estímulos fiscales para espolear una economía anémica, sepultar la deflación y generar una mínima fiebre consumista. Las deudas en manos privadas acaban trasladándose a la esfera soberana y la nipona hace tiempo que traspasó la barrera del control financiero. Incluso para una economía sofisticada, digital y con arraigo exterior como esta.

Shigeru Ishiba, primer ministro nipón, que lleva en el disparadero desde la debacle electoral del gubernamental PDL del pasado 21 de julio, vuelve a vivir el asedio de sus antecesores en el cargo para dopar presupuestariamente la economía y recortar impuestos con los que incitar al gasto familiar.

Mientras, Reino Unido, cuya deuda ronda el 100% de su PIB, ve cómo sus bonos a 30 años superan rentabilidades del 5% a la espera de que el plan de austeridad de la Chancellor of the Exchequer, la laborista Rachel Reeves, devuelva la confianza inversora. El mercado no perdona artificios contables como la farsa presupuestaria que desalojó en tiempo récord a Liz Truss del 10 de Downing Street en 2022, por su mensaje de recortes impositivos con mejoras de los servicios sociales. El Fondo Monetario Internacional (FMI) ha dado a Reeves un último consejo: “Contenga el endeudamiento”.

En Francia, François Bayrou ha logrado en su primer ejercicio como primer ministro revertir la subida de la prima de riesgo, que había repuntado por la dubitativa gestión económica y la brusca tensión política de sus predecesores. Aunque persiste la preocupación, los mercados otorgan cierta credibilidad al plan del Palacio de Matignon, sede del gobierno galo, para corregir la deuda, situada en el 113,8% del PIB, en el próximo cuatrienio.

Por su parte, la vecina Italia, otro aliado europeo del club de las siete potencias más industrializadas, tiene un nivel de endeudamiento superior al tamaño de su PIB del 136%, aunque ha emprendido ajustes modestos, pero eficientes, para situar el déficit por debajo del 3% que marca el Pacto de Estabilidad en 2026.

Así que solo Alemania, todavía con una deuda acorde al criterio de Maastricht del 60% del PIB, ha desplegado partidas excepcionales para dar cobertura a su explosión armamentística y a su urgente reconversión industrial, tras el fin del gas barato procedente de Rusia y con su economía, eso sí, en plena contracción. En el segundo trimestre del año, el PIB alemán se redujo un 0,3% respecto a los tres meses anteriores, una caída más intensa de la estimada inicialmente, del 0,1%, de acuerdo con los datos conocidos el pasado viernes.

En Canadá, por su parte, los 2,3 billones de dólares de endeudamiento provincial y federal también rebasan el 100% de su PIB. Las obligaciones de su servicio de pagos se han duplicado desde el colapso crediticio de 2008.

Resiliencia pasiva

La guerra comercial, la amenaza de despido anticipado de Powell en la Fed por parte de Trump antes de que expire su mandato en mayo del próximo año, la ralentización del empleo y de la actividad o el repunte inflacionista empiezan a hacer mella en unos mercados que se habían desatado, pese a la escalada geopolítica por los ataques a Irán o la retórica arancelaria, convertida en realidad desde este mes. Comienza a calar la idea de que los récords de capitalización del S&P 500 o del MSCI global o las ínfimas tasas de desempleo en la órbita occidental no están justificadas y las naciones ricas no son invulnerables.

La resiliencia económica, pues, se ha puesto de repente en cuestión, tras lustros marcados por diferentes sacudidas: primero, por los estímulos fiscales y monetarios para superar la crisis financiera de 2008 y la Gran Pandemia. Y después, por el ciclo post-Covid, que trajo consigo disrupciones en las cadenas de valor, colapsos en el circuito marítimo-logístico, espiral de precios energéticos con tensores de inflación inéditos en cuatro décadas y los tipos de interés más altos del milenio.

Según el FMI, las naciones de rentas altas tenían en vigor un millar de recetas de dinamización industrial en 2022, frente a apenas un centenar en 2017. Las inyecciones de fondos presupuestarios rebasaron en algunos años el 10% del PIB, con China y EEUU a la cabeza de los cheques para revitalizar sectores estratégicos: entre ellos, el tecnológico y el industrial.

Como ha señalado Gita Gopinath, la todavía número dos del FMI, “la deuda es un riesgo peor de lo que piensa el mercado”. Un riesgo de tal intensidad “que necesitamos un cambio radical” para ajustar el calendario de pagos. Desde S&P alertan además de que las divisiones geopolíticas se acrecentarán en el futuro inminente, cuando se atisba un nuevo orden mundial que polarizará la inversión, perturbará el comercio y elevará los gastos en Defensa.

Reestructuraciones como vía de escape

“Si los bancos centrales se ven obligados a limitar sus recortes de tipos, los costes de las deudas y sus posibles refinanciaciones podrían añadir carga financiera a los gobiernos”, enfatiza S&P.

El Nobel Joseph Stiglitz alerta de que “los procesos de reestructuración deben modernizarse” y reclama “mejoras de acceso a financiación estable”, porque tanto los “prestamistas como los prestatarios han montado este escenario” y solo el reconocimiento de esta responsabilidad compartida conducirá a una solución sostenible.

Stiglitz llama la atención sobre otro dato alarmante: 54 países en desarrollo destinan más del 10% de sus ingresos impositivos al pago de intereses de su deuda. El contagio, pues, es “devastador” y solo se corregirá con una regulación que combatan la especulación del capital. La deuda -arguye- apunta a la línea de flotación del capitalismo, aunque el G-7, que juró en su acta fundacional en 1976 defender el libre mercado, siga siendo reacio a reestructurar los pasivos.

Steven Everts, director del EU Institute for Security Studies (EUISS), aventura una dura pugna por el poder global entre el G-7 y los BRICS + [bloque de países emergentes] bajo una declaración de guerra ideológica: mientras los primeros mantienen forjado su lema capitalista, los segundos carecen de dogmas de fe liberal, pero están convencidos de que el sistema internacional es injusto y poco representativo.

En esta línea cabe leer que Japón haya aceptado en su reciente acuerdo arancelario con EEUU mantener los bonos del Tesoro americano que tiene en cartera para rebajar los gravámenes recíprocos. O, como expresa Benn Steil, del Council on Foreign Relations (CFR), permitir, como ha hecho la UE, ampliar los movimientos de capital nipones y europeos en industrias americanas para “corregir el emergente déficit comercial” estadounidense.