La exposición woke de Manuel Borja-Villel en Barcelona: «Necesitas un libro de instrucciones para entenderla»

«Menos mal que es gratis», le susurra una mujer a su pareja al salir de la exposición organizada por el director Manuel Borja-Villel en el Pabellón Victoria Eugenia, al lado de la plaza de España de Barcelona. Se titula Fabular paisajes y es la estrella del Museo Habitado, que no es ningún museo físico sino la idea de lo que debería ser el museo del futuro materializada en una serie de mesas redondas, congresos, exposiciones, rutas y hasta una romería en Montjuïc. Todo centrado en el decolonialismo como mantra.

Fabular paisajes es la piedra filosofal de este Museo Habitado: una exposición que toma el antiguo pabellón ferial Victoria Eugenia antes de que se adecúe para la ampliación del Museu Nacional d’Art de Catalunya (MNAC). Y ha despertado expectación en el sector cultural -que no entre los barceloneses de a pie- por ser la puesta de largo del proyecto de Borja-Villel, ex director del Reina Sofía y del MACBA, para el que la Generalitat creó en 2023 un puesto a medida como «asesor museístico» del departamento de Cultura, con un sueldo de alta dirección de 99.000 euros anuales.

En la entrada del pabellón, el personal de atención al público advierte: «No hay orden, se puede empezar por donde sea. Ahí hay un texto introductorio». El texto-manifiesto critica el modelo de museo enciclopédico -básicamente, todos los de Bellas Artes- y las grandes exposiciones universales (la de 1888 y 1929) que dieron forma a la Barcelona moderna pero que «ensalzaban las virtudes de las sociedades dominantes y coloniales». Con un lenguaje propio de la ideología woke, propugna «rechazar la distribución colonial de fronteras y territorios, reivindicar una movilidad e identidad transnacional que escapa a las restricciones impuestas por el Estado-nación, introducir nuevos elementos de fricción a partir de formas de trabajo comunitario y cuestionar qué es la institución, quién nombra o cómo des-institucionalizar el museo, salir de él». Una declaración de intenciones que forma parte de la «investigación militante» que reivindica Borja-Villel, que ha armado una exposición de tesis, altamente conceptual, que combina obras clásicas con piezas de 40 artistas, el 80% producidas expresamente. Y lo ha hecho junto a otros dos comisarios, Lluís Alexandre Casanovas y Beatriz Martínez, con quienes ya había colaborado en el Reina.

Lo primero que llama la atención al entrar son las cuerdas-lianas que caen del techo, una pieza del artista brasileño de ascendencia indonesia Dan Lie. Esta instalación de materiales orgánicos -residuos de otras obras del artista- se titula Witnesses (Testigues en la traducción española, no sabemos si es un error o lenguaje inclusivo premeditado) y propone una redefinición del concepto clásico de paisaje.

«Es una de esas exposiciones que necesitas un libro de instrucciones para entenderla», compara una visitante jubilada, que ha trabajado durante 36 años en el circuito galerístico y ha venido «a ver qué ha hecho Manolo». Suspira. «Esto expulsa a la gente del mundo del arte, responde a la ambición conceptual de Borja-Villel. ¿Quién querría llevarse alguna de estas obras a casa? No hay ni rastro de poesía», opina. En cambio, otra visitante cuyo marido es artista cree que «Barcelona necesita más exposiciones así, me recuerda a la última Documenta de Kassel«.

Lo cierto es que algunas obras, cuanto menos, desconciertan. Como la instalación de Efrén Álvarez titulada Manierismos e iconografías para una correcta asimilación de los hechos de la sociedad del hombre blanco. ¿Ese muñeco gigante colgando del techo se supone que es un caganer que alude a la participación catalana en la colonización de Canarias? Eso dice la cartela-manual de instrucciones. En un mural con la leyenda El universo visto desde Vic el artista ironiza sobre tradiciones como el pa amb tomaquet y versiona La nave de la Iglesia, una batalla naval con un estilo que es puro Bosco, con este epígrafe debajo Fray Manolo Kabezabolo. No es broma.

A estas alturas cualquier visitante estará sudando, literalmente. Aunque se han instalado decenas de máquinas de aire acondicionado portátiles, el calor dentro del pabellón es realmente intenso. «Podéis ir dentro del invernadero, allí se está más fresco», recomienda una guardia de seguridad, que pasó la última ola de calor con abanico y ventilador en mano. Eso sí, los trabajadores disponen de una sala con aire acondicionado real para su descanso. «De 14h a 17h no suele venir nadie. Los fines de semana se anima más», admite la vigilante. Aunque la exposición se inauguró hace más de un mes (el pasado 27 de junio), la Generalitat no facilitará cifras de visitantes hasta su finalización. Grosso modo, la vigilante calcula que al día deben pasar unas 80-100 personas y, de paso, también explica qué son aquellos coches, furgonetas y estructuras extrañas que se ven al fondo, como telón de fondo de la exposición: «Es de la Cabalgata de Reyes. Ahí está la estrella y allí la carroza del carbón».

Fabular paisajes es una exposición dura en todos los sentidos: intelectual y físico. Pretende inspirar el «museo del futuro» pero no está pensada en absoluto para el confort del visitante: no hay un solo banco donde sentarse, ni posibilidad de comprar una botella de agua, cuesta leer ciertas cartelas o saber siquiera a qué obra corresponden, el cableado está tirado en el suelo con una zona en la que, claramente, no podría pasar una silla de ruedas. «Supongo que tendríamos que levantarla, no nos hemos encontrado aún en esa situación», admite la resignada vigilante.

En el llamado invernadero la temperatura disminuye. En realidad es una estructura de tela de tul que debería proteger las pinturas y las obras antiguas. A simple vista todo parece bastante rudimentario. Cualquier restaurador se llevaría las manos a la cabeza, como ya denunció el historiador Albert Velasco en un incisivo y lúcido artículo de opinión en El Punt/Avui, recomendando a los directores de museo que retiraran sus préstamos si no querían que las obras se derritieran: «Incumple todos los estándares internacionales en materia de conservación preventiva».

Hay otro visitante en la sala. En una hora habrán pasado una decena, como mucho. Resulta ser el director del Museu de Montserrat. «Íbamos a prestar una obra de Isidre Nonell, La platja de Pekín, pero al ver las condiciones ambientales decidimos no hacerlo», cuenta. «Esa sala está a 24 grados, es el límite…», añade. Señala la sala donde el Museo de Arte Medieval ha prestado un Cristo del siglo XII y un frontal de la Epifanía del siglo XV. Para refrigerarla se necesita una máquina de aire casi más grande que el Cristo, protegido por una vitrina de cristal. Pantocrátor y aire acondicionado componen un díptico horribilis. Por suerte, el MNAC está a cinco minutos andando.

En la sala siguiente El Prado ha prestado un magnífico Paisaje de Filipinas (1887) de Francisco Ruibamba y dos retratos de Esteban Villanueva de Un mestizo español y una India del Campo. Sus rostros son bellísimos. Pero representan el epítome de la colonización española y la mirada eurocéntrica.

El MNAC también ha cedido algunas obras sobre papel, ningún lienzo. Curiosamente, sus dibujos de Feliu Elias, todos de denuncia contra el protectorado español en Marruecos, se han colocado junto a varias cerámicas marroquíes de la colección de Eudald Serra, traídas de sus expediciones del Museo Etnológico de Barcelona en los años 50. Casualmente, Eudald Serra no solo fue escultor, sino el tío de Pepe Serra, director del MNAC. Un sutil dardo museográfico.

La exposición sigue en el centro de la ciudad, en el Palau Moja, también colonialísimo, ya que fue la residencia de Antonio López, marqués que se enriqueció en Cuba con el tráfico de esclavos y cuya estatua fue retirada de la plaza que llevaba su nombre, rebautizada como Idrissa Diallo durante el mandato de Ada Colau, en homenaje al inmigrante que murió en el CIE de Barcelona. A escasos metros de la Rambla, en el palacete que es la sede de la oficina de Patrimonio de la Generalitat, tiene su despacho Borja-Villel -además de una asistente y una secretaria: va incluido en el alto cargo- y allí ha concebido la segunda parte de la exposición. «Son solo tres obras», matiza el joven recepcionista.

Al subir la solemne escalera de mármol, el vídeo de Claudia Claremi pasa casi desapercibido, incluso parece una promoción turística. Se titula Amnesia colonial (estupor) y son 11 minutos de la Cabalgata de Reyes de Alcoy en la que se practica el blackface. La obra denuncia el «racismo estructural, la desmemoria colonial, la blanquitud y sus formas de operar y perpetuarse». Arriba, en las dependencias nobles, Jorge Ribalta despliega sus Variaciones Güell, una recopilación de fotografías y recortes de prensa sobre los vínculos de la familia Güell, mecenas de Antoni Gaudí, con el esclavismo en las colonias. Destaca una fotografía del artista, casi un selfie académico: sostiene la portada del suplemento Quaderns de El Pais, mostrando su propio artículo.

Solo hay una visitante, que resulta ser artista. «Toda esta crítica y dar lecciones sobre colonialismo desde este despacho y con este sueldo me parece inmoral. Y más cuando los artistas de base somos trabajadores en precario dentro del sistema museístico», se queja. Fabular paisajes es como un caballo de Troya de museo. Salvo que no lo han puesto los aqueos, sino los propios troyanos.