La guerra de Karénsebes, el chiste austriaco de Gila

Qué puede salir mal en una guerra cuando despliegas un ejército de 100.000 hombres para contener (o sea: machacar) al enemigo. Cien mil soldados garantizan mucho, pero no necesariamente una victoria. Esta que viene a continuación es la minuta de la batalla más estúpida de la historia moderna. La más patética de las derrotas. Aquella en la que un puñado de infanterías del mismo bando acaba rebanándose el pescuezo mutuamente sin saber muy bien porqué ni a quién. Karánsebes hoy es Rumanía, pero en 1788 aún era parte del Imperio Austrohúngaro, patroneado por un melindre de manual, el confuso emperador José II del Sacro Imperio Romano Germánico. Para hacer frente al Imperio Otomano en la lucha por el control de los Balcanes (entre 1787 y 1791), José II reunió un ejército desastroso integrado por rumanos, lombardos, eslovenos, italianos, serbios, eslovacos, húngaros. Una acampada formidable y políglota. Los generales y oficiales al mando hablaban alemán y la abundante tropa un idioma propio, cada cual el suyo. La cosa empieza mal.

El tinglado por el que Austria hizo el ridículo bestial empieza con la larga espera de los feroces turcos, que demoraron la llegada al combate más de lo previsto, como en un gag de Gila. El comité de recepción lo encabezaba una vanguardia de húsares que había cruzado el puente sobre el río Tisis, en Timisoara, en una fresca mañana de finales del verano. En la cabalgada se encontraron con una caravana de zíngaros errantes que mercadeaban con un aguardiente casero de la familia de la nitroglicerina. Les compraron varios barriles. Al cansancio de guerrear sumaban la escasez de alimentos, los estragos de la malaria y la disentería, el asco puro de no saber ya qué.

Empezaron a beber embravecidos la pócima de los gitanos. El único estímulo que les quedaba era la promesa de recibir 10 ducados de oro por cada cabeza de turco decapitada, pero los turcos no estaban. Acamparon y bebieron, y echaron el día, y decidieron quedarse a pasar la noche en animada fiesta. El Alto Mando esperaba noticias, pero los húsares escogieron emborracharse hasta agotar los barriles. Preocupados por la falta de información, desde el campo base los generales decidieron enviar una avanzadilla de infantería, por si los primeros habían caído en alguna emboscada del enemigo. Llegó la avanzadilla de su mismo ejército, asustada, quizá desesperada, y al descubrir la rave de los húngaros con el aguardiente se les activó el apetito de licor. Los húsares, lamentablemente, no tenían el ánimo para camaraderías y comenzó el primer forcejeo por echarse los últimos tragos. Unos eran austríacos y otros húngaros. No había dios que se entendiese. En medio de la tangana creciente alguien disparó un tiro al aire para contener a la melé furibunda y entonces la noche saltó por los aires. Los húsares borrachos desenfundaron los sables al grito de «¡Turci! ¡Turci!», la infantería respondió con los fusiles. Todos contra todos. Un grupo de oficiales gritó en alemán: «¡Halt! ¡Halt!» [«¡Alto! ¡Alto!»], pero nadie había explicado a los húngaros esa clave. Los más borrachos lo entendieron a su manera: «¡Alá! ¡Alá!». Ya no había opción.

Al otro lado del río, en los distintos asentamientos de las huestes austrohúngaras, escucharon los aullidos de espanto de los combatientes y de los heridos, los disparos, el relincho histérico de los caballos. Fumarolas de pólvora subían por el aire y no dejaban opción a la duda: los turcos habían llegado, así que cruzaron las aguas y se sumaron al disparate de un ejército destrozándose a sí mismo. Cuídate estupidez de tu propia estupidez, podría haber escrito el poeta César Vallejo. Los cañones animaron un poco más la fiesta. «¡El Turco! ¡A las armas!». Esa fue la orden que escucharon las últimas falanges a lo lejos. Nadie estaba a salvo, ni los generales ni la tropa rasa. Pero el turco no estaba. Era una noche sin estrellas y el aquelarre se prolongó a lo ancho de la madrugada del 17 al 18 de septiembre de 1788.

El emperador José II también se convenció de que era el momento de la gran batalla, la que lo llevaría al sitio más alto de la historia. Salió de su tienda, trepó hasta la grupa de su caballo y se acercó a los límites donde los suyos se despedazaban entre ellos. Alguien lo confundió a saber con quién y lo echó de la montura abajo. Entre varios lo lanzaron al río, donde tenían previsto ahogarlo. Un penco rescatado por su guardia sirvió para sacarlo de allí al galope. Días después de la batalla escribía a su hermano, el archiduque Fernando, lamentando el desastre tan sangriento como bobo: «No sé cómo continuar, querido hermano. Ni a dónde ir. Ni cómo hacerlo. No sé cómo relatar las violaciones espeluznantes que vi, la destrucción, el crimen desaforado».

Unos 10.000 hombres murieron de la peor de las maneras por el salvajismo desatado de sus camaradas. El escenario era feroz: soldados decapitados, cadáveres con el mondongo por fuera, centenares de caballos reventados formando una laguna de sangre, mujeres y niños de aldeas vecinas asesinados de la peor de las maneras. Todo esto por obra y gracia de una soldadesca pasada de vueltas que no se entendía entre sí, ni con sus mandos. De todas las historias idiotas de las guerras esta es un récord.

Los turcos llegaron días después y al galope sobre almifores perdidos en la noche que desesperan de furia, así lo diría el poeta Jaime Siles. Al llegar al campo de batalla encontraron el trabajo hecho. Miles de seres destrozados. Pasado el desastre, pocos comprendieron la imbatible estupidez: se habían matado entre gentes del mismo bando. Sólo pudieron celebrarlo.