Relato de la generación boomerang: “Volver a casa de mis padres es un fracaso”

Con los últimos calores de junio, Raúl cargó en una furgoneta un colchón, una mesilla de noche y una pila de cajas y bolsas en las que guardaba 12 años de independencia. Regresaba a casa de sus padres, empujado por unos alquileres inasumibles para una nómina que aspira a algo más que pagar la vivienda y los suministros y con una sensación de paso atrás. “Volver es un fracaso, significa no haber podido alcanzar lo que se espera de nosotros”, dice a sus 36 años y con una vida laboral que llega a la mayoría de edad. Según un informe, con datos de Eurostat, el 26% de los jóvenes emancipados ha tenido que volver en algún momento al hogar familiar, configurando lo que ha venido a llamarse “generación boomerang”.

España tiene una de las edades medias de emancipación más tardías de todo el continente, con 30 años. Es un 3,1% más que hace una década y, en una época de bonanza macroeconómica y récord de empleo, la causa se encuentra en el acceso a la vivienda, con incrementos de precio que rondan el 35%. “Cuando me independicé a los 24 años, me fui a un piso de obra nueva con dos habitaciones, garaje, trastero y piscina por 425 euros. Ahora no encuentras nada por menos de 800 euros”, recuerda Raúl.

“Antes, el acceso a un trabajo suponía la puerta a la emancipación, pero ahora las personas jóvenes acceden a un empleo, incluso con mejores salarios, y no pueden independizarse por los precios de la vivienda o tienen que hacerlo compartiendo un piso con tres o cuatro personas”, explica el responsable de socioeconómico del Consejo de la Juventud de España, Javier Muñoz. Este organismo publica periódicamente una radiografía sobre la situación de este segmento de la población. En el último, con datos del primer semestre de 2024, señalaban que solo el 14,8% de los menores de 30 había logrado abandonar el hogar familiar y, de ellos, el 40% era incapaz de reservar más de 100 euros al mes. “Con este ahorro mínimo es imposible construir un proyecto vital y hace que mucha gente tenga que volver a casa de sus padres, porque cuando se acaban los contratos el precio continúa subiendo”, señala.

Ante estas situaciones, la familia suele actuar como dique de contención. “Este panorama, que es extremadamente frecuente, muestra como en los estados de bienestar fallidos la red familiar es un pilar fundamental. El fenómeno está muy analizado y reconocido, sobre todo en los países mediterráneos del sur de Europa, donde las sociedades capitalistas se han conformado contando con ese soporte”, explica la doctora en antropología social e investigadora en la Universitat Oberta de Catalunya, Inés Gutiérrez Cueli. Con los jóvenes que vuelven a casa es evidente, pero esas redes pueden actuar de forma menos visible: “También ocurre cuando nuestros padres nos siguen ayudando, una vez independizados, para complementar ingresos que son totalmente escasos e insuficientes”.

Los perfiles de esa generación boomerang son muy corales y permean en decenas de situaciones. Un joven que se queda en paro, al que se le acaba el contrato de alquiler, que se separa de su pareja, que tiene que buscar otro compañero de piso o que está cansado de hacerlo, que encadena contratos, que no puede asumir las fianzas leoninas para un nuevo arrendamiento. “Incluso en trabajos como la investigación o en la Universidad, que tiene cierto reconocimiento social, las carreras son precarias e inestables”, explica Gutiérrez Cueli. Su voz experta sirve también como un testimonio en primera persona. “En varios momentos he tenido que volver a casa de mis padres, muchas veces para poder escribir y terminar trabajos académicos, y muchas otras me han ayudado económicamente porque con mi salario o el desempleo no me daba para pagar el piso y llegar a fin de mes”, cuenta.

Álvaro (nombre ficticio) se independizó en 2022. Tenía 28 años, trabajaba en una fábrica y buscaba autonomía, así que se fue a vivir con un amigo a la planta intermedia de un chalet adosado de tres pisos reconvertido en tres viviendas, en un pueblo de Madrid, por el que pagaban 950 euros. “Hubo un momento en el que me quedé sin trabajo y con el paro era insostenible, así que me vi obligado a volver a casa de mis padres. Me había empezado a acostumbrar a tener mi sitio, mis cosas… y fue un poco frustrante”, explica en conversación con elDiario.es.

La antropóloga social y profesora de la Universidad de Barcelona, Irene Sabaté, explica que, actualmente, “se presenta una imagen de que las trayectorias vitales, laborales y residenciales de la gente joven no son tan lineales como las de las generaciones anteriores”. Sobre esto, indica, se ha creado un “imaginario romantizador de esa ruptura, con trayectorias más coherentes con la diversidad en los estilos de vida, formas de convivencia más plurales y nuevos modelos de familia” que, a la postre, “están resultando una especie de demostración de la vigencia de formas de solidaridad entre generaciones que son de larga data, los apoyos de madres y padres a hijos e hijas para sostener la vida o mantener las oportunidades”.

La experta enmarca esta situación en un contexto de inestabilidad, que alcanza varios vértices. Desde la precariedad laboral hasta la habitacional. “Tenemos una crisis de vivienda sostenida en el tiempo, que va cambiando de forma, pero que se traduce en que es tremendamente inasumible, dificulta la tenencia y ha hecho que el alquiler no asegure la estabilidad porque siempre existe la amenaza de la no renovación de los contratos o la inadecuación de las viviendas para satisfacer las necesidades de quienes las habitan, como la ubicación”, desarrolla.

Los orígenes más recientes de la actual crisis residencial se remontan al estallido de la burbuja inmobiliaria, que provocó un giro del mercado inmobiliario y los grandes fondos hacia el alquiler. En aquel momento, el retorno del hogar propio al familiar tras un desahucio o ante la imposibilidad de pagar la cuota hipotecaria también se volvió habitual. “Nos hemos olvidado de cómo empezó aquello y del sufrimiento que provocó a tantas familias la especulación desorbitada”, explica Feli. Ella y su marido han tenido que acoger a su hijo en casa, con 42 años y un empleo. “Supone mucho dolor, es una injusticia. Son generaciones que lo van a tener muy difícil”, explica la mujer.

El de Feli es el otro lado de esta historia. El hogar al que volver, la red. “Cuando salió por la puerta no nos dio pena, porque iba a hacer su vida. Verlo volver te hace pensar en esa lucha durante tantos años y junto a otras generaciones para que tus hijos tengan una vida mejor y te das cuenta de que lo tiene muchísimo más difícil”, lamenta. También le preocupa otra cosa: “¿Qué va a pasar cuando no estemos?”.

Porque la red familiar no es universal, ni siempre igual de tupida. En 2016, con miles de hogares sufriendo todavía las consecuencias de la crisis financiera, el centro de análisis Funcas publicó el estudio Solidaridad intergeneracional en época de crisis, ¿mito o realidad?’. El trabajo, de las investigadoras Marga Marí-Klose y Sandra Escapa Solanas concluía, entre otras cosas, que “los hijos que más se benefician son aquellos que han visto mermado su nivel económico” y, a su vez, “son aquellos cuyos padres cuentan con niveles altos de ingresos”. Es decir, esa ayuda depende de “las necesidades de los beneficiarios, pero también de las posibilidades de los donantes”.

Alba tiene 31 años. Se independizó con 18 y tuvo que volver a casa de sus padres con 26, después de que la nueva propiedad de la casa donde vivía les expulsara. “Los alquileres están por los aires y por más que intento buscar alguno de 300 o 400 euros, como mucho, se suben a 800 o 900 euros. Entre que tienes que pagar una cosa y otra, no puedes acceder”, lamenta la mujer, que es madre de un niño —“no le falta de nada gracias a mis padres”— y está embarazada de siete meses.

Una estrategia de supervivencia

La antropóloga Sabaté señala también que, en el contexto actual, es partidaria de leer a los jóvenes “como agentes que tratan de poner en marcha algún tipo de estrategia en colaboración con la generación anterior”. “La de volver a casa es de supervivencia, de cobijo, pero también puede ser una estrategia de ahorro a medio plazo” o de “control del tiempo, como un seguro que permite tomar mejores decisiones”.

Es el caso de Raúl, cuya estrategia es ahorrar para poder dar la entrada de un piso en propiedad a medio plazo. O Álvaro, que baraja buscar trabajo en Canarias. O de Iyan, que quiere emprender. Este joven, de 26 años, se independizó 2021 tras encontrar un trabajo en Oviedo. Pagaba 250 euros por una habitación en una vivienda que compartía con otros tres desconocidos. Cuando su contrato terminó, permaneció un par de meses más emancipado, pero viendo como sus ahorros disminuían decidió volver. “Mi familia no tiene casas, ni voy a heredar gran cosa, así que necesito un colchón, porque tener una vida digna sale bastante caro, aunque no tengamos expectativas muy altas”, razona.

Iyan participó a principios de julio en Valladolid en un encuentro organizado por la Red Europea de Lucha Contra la Pobreza y la Exclusión Social en el Estado Español (EAPN-ES), con el foco puesto en la vivienda. En él, más de 60 jóvenes trasladaron al Ministerio de Juventud sus demandas, como que “el coste de la vivienda no absorba la mayor parte de sus salarios, el aumento del parque de vivienda social y la creación de oficinas de información juvenil para asesorarles sobre sus derechos”. Según el último informe de la entidad sobre ‘El Estado de la Pobreza en España’, cerca de 2,4 millones de personas de 18 a 35 años están en riesgo de pobreza y/o exclusión social en España.

Un “freno al proyecto” vital

Si la situación es complicada para un millón y medio de familias que dedican más del 30% de sus ingresos a pagar el alquiler, la cosa se agrava ante cualquier traspié económico, como la pérdida del empleo y unas prestaciones que no dan para mantener ese gasto. Más aún si volver a la casa materna supone una merma en las oportunidades laborales. “Las buenas oportunidades se acumulan en las grandes ciudades, como Madrid o Barcelona y, en general, en las capitales de provincia. Si volver al hogar familiar supone irte de esas ciudades, supone una pérdida de opciones, porque hay menos trabajo y de menor calidad”, explica Muñoz, que habla también de un “freno al proyecto de desarrollo de cualquier persona”.

El informe del servicio de psicología Unobravo que señala que uno de cada cuatro jóvenes emancipados vuelve a casa viene acompañado de las valoraciones de la doctora Fiorenza Perris. “En España, nuestros últimos datos muestran que el 26% de los que se fueron de casa han vuelto a vivir con sus padres. Para el 50% de ellos, las presiones económicas fueron la razón principal de su regreso, mientras que el 30% apuntó a factores emocionales, como el agotamiento, las rupturas sentimentales y los efectos a largo plazo de la pandemia”, indica, incidiendo en el impacto en la pérdida de independencia, privacidad o autoconfianza.

La psicóloga hace recomendaciones, como establecer límites para evitar “viejas dinámicas familiares” o evitar el papel de dependiente. Precisamente, Sabaté apunta a la “sobrecarga” que suelen suponer para las madres estos retornos. “Tienen que volver a cocinar para muchos, gestionar para muchos y no se produce el reparto que sería esperable entre adultos”, considera. Gutiérrez Cueli también hace una lectura similar. “Cuando el Estado se retira y se privatiza, el peso se pone sobre la familia o en lo comunitario. Esto es problemático, porque se atomiza o se privatiza una responsabilidad que es social o colectiva en los hogares y eso se traduce en una mayor carga de trabajo reproductivo, no pagado y no valorado socialmente en las mujeres, explica.

Raúl está todavía acostumbrándose a su nuevo hogar, que es el de siempre, el mismo que cuando era niño y adolescente. Está en un pequeño callejón sin salida, a la espera de que sus padres vuelvan del pueblo y comience la verdadera convivencia. “Creo que va a ser duro, porque todos hemos ido cogiendo nuestras costumbres y manías, habrá falta de privacidad, no podré llevar a dormir a mi pareja… pero al menos puedo volver. Me lo tomo como un paso atrás para ahorrar”, explica. Hay también una denuncia en su relato, que muestra también como el contrato social se resquebraja: “Yo he cumplido mi parte, mantengo el trabajo, pero hay otros factores externos que me han obligado a tomar esta decisión”.