Reírse por no llorar

Escribo esto mientras veo la tele por la tarde. No tenía tema para esta columna y entonces ocurre: en plena tertulia política centrada en el escándalo de Santos Cerdán una cómica ha entrado en el plató y ha hecho unos chascarrillos sobre el asunto. La idea era, supongo, aligerar el tono. La realidad es que la cómica termina su sección claramente antes de lo previsto: no ha funcionado. Cuando me quiero dar cuenta, desaparece de la mesa y el programa sigue adelante sin ella. Es un espacio de infotainment político en el que se pretende la cuadratura del círculo: seriedad y risa, rigor y sátira. La idea es buena, pero rara vez sale bien. Que Isabelle Huppert haga un monólogo dramático en una película de Santiago Segura también suena revolucionario y atractivo. Pero por algo no se hace.

El humor tiene la capacidad de enviar los mensajes más duros y efectivos. El buen humor, se entiende. O el humor bien hecho, mejor dicho. Las mejores reflexiones sobre la condición humana vienen de cómicos, guionistas de comedia, y payasos, a mucha honra. Son listísimos y están muy bien informados. Satirizan sin banalizar y usan la ironía sin caer en la frivolidad.

Yo no tengo esa capacidad, pero sé escribir rápido y con la tele puesta. Por eso, cuando ya llevo media columna escrita, soy espectador de cómo una segunda cómica aparece en el programa de televisión (infotainment, recuerden). La intervención es, de nuevo, innecesaria e incómoda. Lo paso mal por ella, que me parece tener el trabajo más ingrato del mundo en ese momento. Sospecho que cuando le ponga el punto final a este texto me habrá dado tiempo a ver a otro gracioso profesional interrumpiendo el flujo de información. O el de opinión. O el de entretenimiento.

A finales de los años 90 y como parte de la modernización cultural de España, la figura del humorista dio lugar a la del cómico. A imagen y semejanza de los que, desde hacía décadas, eran superestrellas en Estados Unidos, los profesionales del humor pasaron de hacer chistes a monólogos. Algo que, como diría Rocío Jurado, «es lo mismo pero no es lo mismo». Muchos de los mejores entertainers de nuestro país surgieron entonces. Algunos son genios. Pero todos, sin excepción y como decían en una serie, saben lo que es morir de pie al enfrentarse noche tras noche a un público que exige que lo hagan reír.

Pocas cosas me parecen más agresivas que un montón de desconocidos reclamando que los diviertan. Hay que tenerlos muy bien puestos para someterse a eso constantemente. ¿La recompensa? Con talento, un aplauso; con suerte, un trabajo pagado; milagro mediante, labrarse un nombre en televisión. Y entonces te piden que hagas chistes sobre una crisis política asquerosa que está ocurriendo en ese mismo momento. El país se va a la mierda pero tú, cómica, hazme reír, mucho y ahora mismo.

Me pregunto de dónde sacarán los cómicos la energía para hacer reír con cosas que no tienen ni puta gracia. O al menos para intentarlo. Cada vez entiendo más a los que son depresivos. Y a los bordes. Y a los locos.