Manolo Solo, el actor que siempre estuvo ahí: «Durante mucho tiempo me amargué la vida porque creía que merecía más atención»

Cuando la RAE decidió quitar la tilde probablemente redundante que diferenciaba el adjetivo del adverbio a ‘solo’ no tuvo en cuenta que uno de los efectos (que no necesariamente daños) colaterales iba a ser un actor de apellido (artístico, pero apellido al fin) Solo. Solo, en el caso del actor más inquietantemente puro o puramente inquietante (como se quiera) del panorama español, sirve igual para señalar su soledad o su exclusividad, la extrañeza que provoca un tipo sin duda único o el desamparo de un nombre, y hasta un hombre, que no necesita más para ser nombrado. Manolo abandonado o Manolo y nadie más. «Manuel Fernández no me parecía un nombre adecuado para triunfar en el mundo de la música, que es donde yo quería triunfar cuando tenía 17 o 18 años con mi grupo Relicarios. Y elegí Solo. El hecho de que fuera huérfano de padre desde que cumplí 15 días de vida influyó. Ahora, la verdad, me avergüenzo un poco. Me resulta bastante infantil. Es una manera muy descarada de llamar la atención. Muy pueril y, además, es feo. Eso de que Manolo rime con Solo es terrible. Recuerdo que alguna vez he intentado cambiarlo. Al menos, dejar Manuel. Pero no hay manera. También te digo que ni aunque me hubiera puesto Ziggy Stardust…», dice, se toma un segundo y se luce: «No sé si todo esto del apellido no ha acabado por ser una profecía autocumplida».

Su próxima película, que, según se mire, también es la última (o la penúltima), le devuelve a la pantalla con todas las tildes y acentos posibles. Tanto en las vocales como en las propias consonantes. Su trabajo en Una quinta portuguesa, de Avelina Prat, es tan desmedido como único. Y, de repente, ese intérprete durante tanto tiempo asociado a papeles llamados de característico (o de reparto o, más humillante, secundarios) se redescubre, puesto que no es la primera vez, como un actor esencial. Y solo. O Solo, con mayúsculas. Como ya hiciera, entre otros trabajos más que notables, en Cerrar los ojos, de Víctor Erice, este sevillano del barrio de Rochelambert (aunque nacido en Algeciras) y con 60 años cumplidos ejerce de maestro de lo sutil, de profesor de lo profundo, de lo medido, de lo puro y, ya se ha dicho, de lo inquietante. A contracorriente a lo que habitualmente se le asocia, no estamos ante un personaje oscuro y turbio, sino, y a su modo, resplandeciente, resplandecientemente turbio. Se trata de un profesor de geografía experto en cartografías que un buen día por accidentes del destino acaba suplantando a un jardinero. Y ahí se queda a vivir. El mapa y el territorio. Bonita reflexión.

«Me enternece que alguien vea luz en mí. Es muy común que los directores de casting, los productores o los realizadores reconozcan en mí una cierta viscosidad», dice. Y sigue: «De todas formas, hay muchas formas de encarnar a un personaje luminoso. La luz por sí sola no es interesante. De hecho, lo oscuro sin matices es más atractivo que lo luminoso simplemente… Un personaje luminoso que tenga una zona oscura es algo precioso. Y un personaje oscuro que exhiba el dolor que le ha llevado ahí y que pueda hacer que simpatices con él, hasta entenderlo, también es una maravilla. Lo que me interesa son las gamas, los colores puros no sirven para nada. Ser villano de cómic puede ser muy divertido, pero nada más».

El que habla, y que se llevó un Goya por su personaje de voz rota en Tarde para la ira, de Raúl Arévalo, («Fue una carambola. Yo no quería hacerlo. Es más, una especialista laringóloga me lo desaconsejó por el daño que me podía provocar, pero acabé por hacerlo», recuerda), lleva años peleando contra la percepción que los demás tienen de él y, apurando, contra sí mismo. Y lo reconoce con toda la crudeza por ser, como es, cosa del pasado. «No puedo negar que durante mucho tiempo me he amargado la vida porque una parte de mí pensaba que merecía más. Vivía con el ansia de ser descubierto, de que alguien se fijara en mí y dijera: ‘Veo algo que no ven los demás’. Y reconozco también que en más de una ocasión lo vi muy cerca. Recuerdo un guion que me ofreció Fernando Navarro y con el que me ilusioné muchísimo. Pero no pudo ser. Ha habido otros casos y con cada ilusión la caída ha sido más grande. Pero me he endurecido también y, de hecho, he acabado por hacer callo. Digamos que lo he asumido, en su momento con un poco de resentimiento, pero asumido queda», confiesa, del verbo confesar, y ahí lo deja.

Sea como sea, lo anterior ya no cuenta. Delante le espera junto a su jardinero en una quinta de Portugal, una aparición no del todo breve en El cielo de los animales, firmada por su viejo compañero de Sevilla, de grupo de música y de fatigas Santi Amodeo, donde se las ve con, entre otras bestias, un cocodrilo. «Son muchas las discusiones y muy profundo la relación que incluye de todo, amor, odio y todo lo contrario. Esta es una película de reencuentro», dice en relación al director. Y un paso más allá, Anatomía de un instante, la película que firma Alberto Rodríguez (otro del grupo del sur) sobre el libro de Javier cercas. En ésta hace de Gutiérrez Mellado y para demostrarlo se quita la gorra enseña una cabeza perfectamente (o no tanto) rapada. «Es apasionante. La historia de un golpista que se enfrenta a los golpistas; la historia de un hombre que ha cambiado y que casi se inmola ante sus iguales por algo en lo que cree, pero que es justo contra lo que luchó en un momento de su vida», comenta.

Atrás queda ese resentimiento del que hablaba. Y mucho más lejos, el momento de su primer trabajo como actor a las órdenes de Steven Spielberg y Ridley Scott nada menos. Para el primero trabajó en El imperio del sol y para el segundo, en 1492. «Bueno, era solo figurante, pero si te fijas, algo borroso, al fondo estoy. Con Spielberg hice de chino en un campo de concentración. Al día siguiente tenía otra sesión y ya hacía de europeo. El problema es que la noche anterior me agarré una moña monumental en el bar en el que trabajaba y llegué tarde», recuerda. A Manolo Solo, el cine, de hecho, le llegó tarde. Lo suyo era desde el principio, y sigue siendo en paralelo, el teatro. «Luego hice algún corto (Bailongas en 2001 tuvo mucho éxito), algún papel en televisión del que mi madre guarda el VHS y que son de vergüenza…», dice y en los puntos suspensivos deja todo lo demás que según el recuento a bulto de IMDB son casi 140 películas. Es todo eso y la firme convicción de haber hecho lo que tenía que hacer. «Siempre que me lo he podido permitir me he negado a hacer películas en las que no creía… ¿Títulos? Pues he rechazado proyectos gordos recientemente… No diré más. Eran películas caras, que parece que han tenido éxito, pero no las veía…». Queda claro.

Ha llegado a hacer de cardenal en 30 monedas. ¿Qué pensaría el Cardenal Santoro del cónclave que empieza en breve?
Sí, lo pienso y me veo calentando para postularme… Pero bueno, todo esto que estamos viendo es lo que es. Es una empresa de la fe que tiene ahora que nombrar un nuevo jefe. Sinceramente, y aunque el papa que acabe de morir me parezca un hombre sensato, sigo siendo bastante anticlerical. La Iglesia Católica, como cualquier institución en la que el hombre se arroga el contacto con Dios y se lo vende a los demás, no va conmigo. No me interesa absolutamente nada. Y luego que ha sido una auténtica invasión de todos los medios.

Y dicho lo cual, Manolo Solo se va que tiene rodaje. Solo.