Abou Sangare, el actor que soñaba con ser mecánico de camiones: «Ser indocumentado es como no existir… Pero existimos»

«Nunca antes había escuchado la palabra casting». Abou Sangare, guineano de 23 años, ha logrado comprender el verdadero sentido y hasta peso de las palabras en lo que dura la película La historia de Souleymane, de Boris Lojkine, y de la que él es héroe y protagonista. Las palabras no solo expresan, significan o denominan cosas. Las palabras son cosas. Un emigrante sin papeles, por ejemplo, apenas es nada. «Ser indocumentado es como no existir… Pero aun así existimos», dice. El pasado mes de enero consiguió por fin el permiso de residencia en Francia. Hasta ese momento, se lo habían denegado hasta tres veces y sobre él pesaba la obligación de abandonar el territorio galo de acuerdo con el protocolo conocido por las siglas OQTF. Otra palabra extraña, ofensiva, amarga y asépticamente burocrática que Sangare tuvo que aprender al llegar a Europa. Su historia es la de tantos. Él mismo la cuenta en primera persona en la película. Cuando se enfrenta a la funcionaria que le examina para ver si le reconoce o no el asilo, lo que empieza como un montón de palabras vacías, preparadas y memorizadas para impresionar, de golpe se transforma en historia real, en la certeza de las palabras que pesan, que duelen, que simplemente son.

Abou Sangare es ahora mismo un actor, uno de los intérpretes más reconocidos en la cinematografía europea después de ser premiado en Cannes, en los César y en los premios EFA del cine europeo. Y lo es por pleno derecho. Pese a la coincidencia puntual de arriba, la historia de Souleymane, el personaje de la película, no es la de él. En la cinta, se cuenta la vida de un repartidor por las calles de París. Corre de un lado a otro, siempre con el tiempo justo, siempre a un paso de caer, de ser rechazado, de no llegar, de ser simplemente nada. Sin palabras. En su vida, Sangare ejerció y aún ejerce de mecánico de camiones en Amiens. «Nunca, ni por lo más remoto, soñé jamás en hacer una película. Mi único sueño desde niño fue ser mecánico. Y eso quiero ser aún. Mi única aspiración siempre ha sido y es ser una persona normal, natural. Mi objetivo es conservar mi dignidad. ¿Y cuál es mi dignidad? Ser respetado por los demás y por mí mismo», comenta a la vez que pide disculpas por prácticamente todo: por la tos, por hablar demasiado rápido, por parecer arrogante, por no explicarse con claridad… «Se puede decir que nuestras historias, la de Souleymane y la mía son diferentes, pero cuentan con los mismos antecedentes», aclara.

Sangare salió de su Guinea natal en 2016. Antes de cruzar el mar Mediterráneo en una patera para llegar a Europa, pasó por Mali, Argelia y Libia. En este último país fue encarcelado. «Lo pasé realmente mal. No es algo que me guste recordar», comenta de forma lacónica después de, otra vez, pedir disculpas. Cuando pisó territorio francés en 2017 tenía 16 años. «Mi objetivo siempre fue encontrar dinero para tratar a mi madre enferma. No la volví a ver. Murió sin que yo pudiera hacer nada», dice en una reproducción de lo que él mismo relata en la cinta. Fue entonces cuando empezó su pelea por algo tan elemental como ser, ser una persona. Y eso pasaba de forma obligada por dejar de ser un sin-papeles.

Y así hasta que se cruzó con la palabra casting. «Formo parte de una asociación en la que colaboro en lo que puedo. Ayudo a los inmigrantes que no hablan francés y a los menores. Me dijeron que iban a venir unos señores de París a hacer unas pruebas para una película. Me presenté con 25 jóvenes como yo y apenas fue una entrevista de unos cinco o diez minutos. Lo descarté nada más acabar», recuerda sin ocultar una sonrisa. Y sigue: «Luego me volvieron a llamar para vernos de nuevo, pero me venía mal. Había quedado para ayudar a arreglar el coche a un compañero. Insistieron y me presenté. Recuerdo que llegaron tarde. Y ya sí me dijeron que querían que fuera a París para protagonizar la película. Me quedé muy confundido. No entendía nada. Lo primero que les dije es que era imposible porque, al no tener papeles, no podía trabajar. Pero ellos me contestaron que era justo al revés, si conseguía un trabajo legal probablemente quizá conseguiría los papeles que había solicitado». Tal cual.

Lo que siguió fue un largo tiempo de preparación para, en primer lugar, familiarizarse con un oficio y una ciudad que desconocía completamente. «Estuve trabajando como repartidor durante semanas para saber cómo se hace y que todo pareciera de verdad», puntualiza. No lejos, el director le da la razón y él también rememora lo suyo. «Nunca me planteé hacer una película en París porque entiendo el cine como una aventura. Mis películas anteriores discurrían muy lejos, siempre en África. Sin embargo, durante la pandemia, con la ciudad completamente vacía, te asomabas a la calle y ¿a quién veías? Solamente a repartidores y la mayoría jóvenes negros indocumentados. Lo vi claro. Era una oportunidad para hablar no solo de la emigración, sino también de todo lo demás, de la economía uberizada que nos hemos dado», dice.

Sangare, ya se ha dicho, tiene por fin su permiso de residencia. Y ahora ya sí sabe que casting, papeles o OQTF son cosas. Cosas que alivian, alegran y hacen daño. Según el momento. También sabe lo que significa ser un héroe para unos («Los que me reconocen por la calle, me felicitan. Pero no son muchos. En la película soy otro», comenta) y la diana para otros. Desde que La historia de Souleymane se convirtió en lo que es, una de las películas más resplandecientes, vibrantes y emotivas de los últimos años, la extrema derecha ha corrido a vomitar su veneno y su mierda con la furia habitual. Nada nuevo. «No creo que la película cambie nada. Los seres humanos somos así y ¿quiénes somos nosotros para enfrentarnos con la extrema derecha en auge? Me conformo con que la gente cuando pida que le lleven algo a casa, simplemente se pare a hablar un segundo con el repartidor. Basta con ser amable», dice Boris Lojkine y Abou Sangare asiente. Amable, otra palabra, otra cosa.